“El Perú es un país desangelado en el que el gobierno de Boluarte jamás ha sentido la necesidad de enmendar para sobrevivir al diagnóstico terminal”.
El gobierno de Dina Boluarte va a cumplir un año. Dentro del ciclo de la decadencia política peruana, Dina Boluarte inauguró un episodio peculiar del piloto automático peruano, aquel de un régimen impopular al que le auguraron una muerte pronta, pero que ha sobrevivido casi un año sin experimentar ningún síntoma terminal. Como todo paciente desahuciado que excede el pronóstico médico, ha decido abrazar el “Carpe Diem” de Horacio y disfrutar cada día con placer y poco recato. Al gobierno de Boluarte le afanan los cocteles europeos y las reuniones bilaterales fantasmas, los paseos por la capilla Sixtina y el otoño de la campiña alemana.
No solo es un gobierno sin visión política, sino que ya ha sido desbordado por la crisis económica y el desborde del crimen organizado, sin que ni siquiera haya llegado aún El Niño. El avión presidencial ha despegado muchas más veces que la reactivación económica y que los resultados de las investigaciones sobre las muertes en las protestas contra el gobierno. Es un régimen descaradamente frívolo, que no necesita hacer control de daños, ni obligar a la renuncia de ningún ministro para tapar algún escándalo. Un piloto automático que tiene solamente un mérito insignificante: el Gabinete ahora sí contesta las llamadas y el WhatsApp al ‘establishment’ peruano.
El piloto automático de Boluarte solo ha sobrevivido gracias al sempiterno apoyo del ‘establishment’ político y económico. Su ascensión al poder después del fallido autogolpe de Pedro Castillo abrió una ventana de oportunidad para que la derecha peruana reconfigurara el balance de poderes en el país. Pudo aprovechar el caótico estado de la izquierda peruana para propiciar un reinicio del tablero político en elecciones generales, pero pudieron más sus reflejos de preservación y temores atávicos. El nuevo balance de poder ha parido a un gobierno inédito que no ha buscado jamás construir un capital político perdurable porque su estabilidad estaba bajo el amparo incuestionable de las élites peruanas. Dentro de unos pocos años esas élites mirarán con vergüenza y desencanto la temeraria decisión que tomaron, pues el tablero político no les agradará cuando vuelva a reiniciarse.
Julio Cotler, describió hace muchos años a la sociedad peruana como un triángulo sin base. El Perú se vertebraba en base a la configuración de un orden social en el que los hacendados ejercían un patronazgo sin ninguna limitación, debido a la desorganización e incomunicación de las comunidades campesinas. Ese triángulo se había cerrado cuando los campesinos se organizaron y, luego, cuando los hijos de los hacendados migraron a las urbes y no se pudo sostener la dominación sobre los campesinos. Pero la sociedad peruana es ahora un triángulo trunco, en el que sus élites ya ni siquiera buscan un piloto automático estable, sino que son capaces de soportar el sostén de un régimen profundamente impopular, han perdido la capacidad de visión a largo plazo, anclados en sus cámaras de eco, han contemplado cómo el Ejecutivo y el Legislativo cimentan un régimen desprovisto de cualquier control político y que ya no les garantiza ninguna estabilidad.
El Perú es un país desangelado en el que el gobierno de Boluarte jamás ha sentido la necesidad de enmendar para sobrevivir al diagnóstico terminal. La presidenta y su presidente del Consejo de ministros en sus recientes mensajes han dibujado la figura de un Perú en el que abunda la calma y reina la concordia, un país que evidentemente no es el nuestro, en el que la pobreza ha crecido y las expectativas empresariales solo presagian un 2024 tortuoso económicamente. Hace muchos años se discutió el plan de diversificación productiva impulsado por el exministro Piero Ghezzi, hasta que un exministro del gobierno de Pedro Pablo Kuczynski decidió hundirlo junto con cualquier otro intento de protegernos en ciclos de contracción económica. Nadie se inmutó por entonces y no hay pan para mayo.
Ojalá que el papelón de Cancillería en Estado Unidos al menos sirva para que la dinámica del piloto automático mediocre acabe. Por lo menos, el Congreso debería interpelar y censurar a la canciller. Si la dinámica de eterno conflicto entre Ejecutivo y Legislativo nos hizo mucho daño desde el 2016; el matrimonio por conveniencia entre el ‘establishment’ peruano, el Congreso y el gobierno de Boluarte no ha sido menos lesivo. El balance de poderes constitucionales existe para evitar la concentración de poder, pero también para asegurarse de que los poderes del Estado estén en continua contrición sobre sus faltas para evitar sus crisis de legitimidad. Tal vez a la presidenta le guste gobernar en modo avión, pero muchos años atrás ya aprendimos los costos de un país que se gobierna en piloto automático.
Escribe: Gonzalo Banda – analista político