Pese a que la presidenta se esfuerce en negarlo, su gobierno comparte algunos inquietantes rasgos con el de su antecesor.
“Ese medio de comunicación se atrevió a comparar este gobierno, de esta mujer honesta, que trabaja por el Perú, con el gobierno anterior”, reclamaba el lunes 6 de noviembre una visiblemente ofuscada Dina Boluarte en una actividad en Palacio de Gobierno. “Es demasiado atrevimiento”, remataba. Sus palabras venían a cuenta de la denuncia que “Cuarto poder” había sacado en la víspera sobre la sugerente reunión que su hermano Nicanor sostuvo apenas el mes pasado con una autoridad municipal. Reunión que, siempre es bueno precisar, ha motivado al menos dos investigaciones: una del Ministerio Público y otra de la Procuraduría Anticorrupción.
Pienso que la mandataria, sin embargo, se equivoca de varias maneras. En primer lugar, porque, como recordaba Javier Cercas en una de sus columnas en “El País Semanal” algún tiempo atrás, todo es comparable. Que una comparación sea justa o injusta, oportuna o forzada, ya es otro tema, pero en principio comparar no es en sí mismo un atrevimiento. Equiparar, en cambio, sí puede serlo.
Sería exagerado, por ejemplo, equiparar al gobierno actual con el anterior. Este no intenta copar –no al menos que sepamos– la policía o las Fuerzas Armadas para proteger a sus miembros o garantizar su supervivencia. Tampoco ha colmado el Consejo de ministros con personas con antecedentes por delitos que van desde el terrorismo hasta el asesinato. Ni se la pasa malgastando los recursos públicos para llevar un mensaje victimista y maniqueo a todos los rincones del país.
Pero que no sea el mismo no quiere decir que no se le pueda parecer en algunos aspectos. Y el principal problema con las declaraciones de la presidenta es que, contrario a lo que pueda decir, su gobierno comparte algunos inquietantes rasgos con el de su antecesor.
Me resulta imposible ver, por ejemplo, las visitas que recibe Nicanor Boluarte (según “Cuarto poder”, de parte de personas que contratan con el Estado, de un prefecto nombrado por la administración de su hermana y del alcalde de una pequeña municipalidad beneficiada con transferencias millonarias) y no recordar los tinglados que Yenifer Paredes, la cuñada del expresidente Castillo, tejió según la fiscalía en algunos municipios como Chachapoyas, Chadín o Anguía, para beneficiarse junto con sus hermanos.
U oír a la presidenta atacando al programa que realizó el destape (al que tildó de ‘tendencioso’) sin acordarme de todos los calificativos que su otrora copartidario arrojaba sobre los medios que sacaban a flote los indicios de corrupción que caían sobre sus familiares o sus colaboradores más cercanos, varios de los que hoy –no lo olvidemos– se encuentran prófugos o detenidos en otro país.
Y aunque es cierto que Castillo sencillamente no aceptaba responder las preguntas de ciertos medios, su sucesora no se distancia mucho de él en este aspecto. ¿Qué es, después de todo, este frenesí viajero que exhibe la mandataria si no una manera de poner distancia con las preguntas incómodas que la prensa pueda formularle y que cuando se las ha hecho allá en el extranjero ha obtenido un “los temas del Perú los vamos a tratar en el Perú” por respuesta?
Por no hablar de la manera como ninguna de las dos gestiones parece preocupada en el interés público (si la anterior impulsaba agendas informales en la educación y en el transporte público, la actual permite que el Congreso las empuje sin oponer mayor resistencia con tal de no poner en riesgo su continuidad).
Algunos de ustedes dirán que esto no tiene nada de sorpresivo, puesto que hace poco más de dos años Dina Boluarte y Pedro Castillo hacían campaña en una misma fórmula, bajo un mismo ideario y prácticamente repitiendo el mismo discurso. Y estarían en lo correcto. Pero esta explicación, más que convencernos, debería de alarmarnos a todos, considerando el daño que le hizo la presidencia de este último al país y la manera como terminó.
“Estamos ante una presidenta que está tratando de dar lo mejor de sí tomando distancia del oscurantismo castillista […], tiempos oscuros en los que ella era un lunar de claridad”, afirmaba hace poco el jefe del Gabinete, Alberto Otárola, en entrevista con este Diario. Debo decir, sin embargo, que vistos los últimos acontecimientos su metáfora resulta imprecisa. Que, en algunos aspectos particularmente inquietantes, la señora Boluarte no parece una luz comparada con su antecesor, sino, más bien, otro tono de gris. Y que ese parecido es de por sí tan preocupante que debería motivar una reflexión entre quienes creemos que lo vivido durante la nefasta presidencia de Castillo no debería repetirse, ni siquiera en una gama menos oscura.
Fuente: El Comercio – André Villacorta Yamashiro – periodista