Las libertades de prensa y de expresión se deterioran por segundo año consecutivo en el Perú.
Hay una ecuación de desarrollo social que rara vez se incumple. Cuando los tiempos son duros, la economía está resentida y el espacio político del gobierno es apretado, una de las primeras víctimas es la libertad de expresión y –su manifestación natural– la libertad de prensa. Presidentes, ministros y congresistas con baja aprobación popular, carentes de ideas y con pecados que preferirían expiar en privado encuentran en los medios de comunicación independientes no solo una presencia incómoda a sus intereses, sino un enemigo funcional al que responsabilizar por sus propias falencias.
Este 2023, la libertad de expresión y de prensa en el continente americano habría tocado su nivel más bajo de los últimos cuatro años, según el Índice de Chapultepec, una medición elaborada por la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) y la Universidad Católica Andrés Bello de Venezuela. El documento apunta que en 18 de los 22 países evaluados las condiciones se han deteriorado durante el último año. Los mayores retrocesos se dieron en Bolivia, El Salvador, Guatemala y Honduras, todos países hoy en nivel de “alta restricción”.
El Perú no ha sido ajeno a esta tendencia. En el 2022, el país descendió cuatro posiciones, y este año cayó una más. De acuerdo con el Consejo de la Prensa Peruana (CPP), “tras dos años de agresiones, hostigamientos, intentos de legislación restrictiva, control de los medios públicos y del Estado y persecución a periodistas y medios de comunicación, hoy el Perú se ubica en el grupo de países ‘en restricción’ del Índice de Chapultepec”. De las cuatro dimensiones evaluadas, es en “violencia e impunidad” la subcategoría en la que el país obtiene su puntaje más bajo.
Por su lado, la incomodidad de las más altas esferas del poder político con la labor de la prensa es patente. Apenas esta semana, la presidenta Dina Boluarte reaccionó en contra del programa periodístico que reveló las relaciones de su hermano Nicanor Boluarte con personas que obtuvieron contratos estatales y transferencias millonarias para determinadas municipalidades. A finales de octubre, el titular de la Presidencia del Consejo de ministros (PCM), Alberto Otárola, se quejaba de los pedidos de información de la prensa por Ley de Transparencia. Los reproches se dieron luego de que otro programa denunciara que una amiga de Otárola logró órdenes de servicio con el Estado luego de visitar su despacho. Y eso solo para mencionar episodios de las últimas semanas.
Además, el desmanejo del último año del Instituto Nacional de Radio y Televisión del Perú (IRTP) sugiere que la mandataria no tiene clara la diferencia entre una cobertura periodística objetiva a cargo del Estado y la propaganda política pagada con impuestos. Sus vehementes expresiones en contra de los medios de comunicación durante la campaña presidencial del 2021 proveen mayor contexto de su lectura real sobre el valor de la libertad de expresión.
De normalizarse algunas de las prácticas que vienen siendo más comunes en contra del periodismo en el país (coerción para revelar fuentes, agresión de las fuerzas del orden, ocultamiento de información pública, entre otros), el riesgo de perder una de las principales defensas de la democracia sube sustancialmente. En momentos de noticias falsas y medias verdades difundidas por quienes ganan generando confusión, la labor del periodista honesto es especialmente valiosa. Pero las libertades de expresión y de prensa son delicadas y requieren de medios de comunicación independientes, de una ciudadanía que vele por ellas y de un poder político comprometido con estos valores. La trayectoria que seguimos anticipa más bien que, si no hay mayores cambios, podríamos verlas marchitarse en un futuro no demasiado lejano, como ha sucedido ya en otros países de la región y donde no quedan mayores voces para levantar la alarma.
Fuente: El Comercio – Editorial