“Tal y como estamos, no tenemos capacidad de respuesta si mañana las organizaciones criminales decidieran dar un golpe como en Ecuador”.
El terror vivido ayer en Ecuador nos hace oler el miedo con mayor intensidad. El crimen organizado ha dejado de ser una amenaza en Latinoamérica y hoy es una realidad que políticos y tomadores de decisiones han visto de soslayo desde hace mucho tiempo.
La precariedad institucional, la crisis política y de representatividad, así como la gran desigualdad son características compartidas con nuestro vecino norteño que permiten cobijar organizaciones atomizadas y disímiles que se unen como corporaciones y cruzan fronteras con el objetivo de delinquir. Estas organizaciones tienen estructuras legales y brazos políticos que les permiten crecer y dominar territorios.
Ya desde hace unos meses, cuando asesinaron a un candidato presidencial, la prensa internacional titulaba que Ecuador se encontraba en su peor momento; desde entonces, la situación fue degenerando semana tras semana y la tasa de homicidios fue creciendo.
La inseguridad es un fenómeno brutal en el Perú y Ecuador. En noviembre del año pasado, la encuestadora CID Gallup, publicó un ránking latinoamericano sobre la percepción de aumento de la criminalidad y, en primer lugar, empatados se encontraban ambos países con un 87 %.
Miremos al sur, Chile, en donde el sicariato, los secuestros y las extorsiones han modificado la vida de los ciudadanos a lo largo de su territorio, y se ha convertido en un pasivo político para el gobierno progresista de Gabriel Boric. Aun así, el asunto no deja de estar en agenda. Hace algunas semanas, antes de las fiestas navideñas, se llevó a cabo el primer encuentro bilateral en materia de seguridad y control fronterizo entre el Perú y Chile. El azote del crimen organizado obliga a los países a articular y coordinar esfuerzos para combatir a los grandes motores del crimen organizado: la minería ilegal y el narcotráfico.
Pero la preocupación de los gobiernos debe dejar de ser efectista, sin populismo punitivo y barato que nos haga despilfarrar horas de debate público infructuoso sobre, por ejemplo, la pena de muerte u otras medidas que violen los derechos humanos. Ese siempre será el camino fácil de los que no quieren hacerse realmente cargo.
A la actual administración de Dina Boluarte debemos exigirle un estándar mínimo de acciones y menos mensajes a la nación plagados de frases fabricadas. Es necesario sentar las bases de un plan contra la criminalidad que se inicie aplicando la ley en contra de la corrupción, los sobornos y el tráfico de influencias.
También se necesita una modernización judicial que acelere los procesos y que permita una mejor capacitación de los operadores y el uso de la tecnología para administrar y acceder a la justicia.
Por otro lado, necesitamos llegar a pactos políticos para una refundación de la policía y así recuperar dignidad, recursos y profesionalización.
Tal y como estamos, no tenemos capacidad de respuesta si mañana las organizaciones criminales decidieran dar un golpe como en Ecuador. La responsabilidad no es solo de este gobierno; la clase política que dirige desde el Congreso también tiene una deuda de años. La falta de confianza en políticos e instituciones y la ausencia de liderazgos configuran el mejor escenario para el avance del crimen organizado, pero hay quienes prefieren no escuchar los tambores de guerra.
Fuente: El Comercio – Mabel Huertas es Socia de 50+Uno, grupo de análisis político