“Exigir nuestro derecho a calles, parques y plazas públicas y bien gestionadas es un paso esencial para robustecer la ciudadanía”.
En el Perú, la deshonestidad ya no sorprende, y con frecuencia encontramos argumentos para justificarla. Las encuestas lo confirman, aunque decimos rechazar la corrupción, toleramos ciertas prácticas cuando nos benefician. Esta doble moral también se refleja en la forma como habitamos y ocupamos nuestras ciudades.
La campaña electoral aún no comienza, pero las encuestadoras ya miden las principales preocupaciones ciudadanas y su impacto en la intención de voto. Más allá del temor, el hartazgo y la frustración, las cifras revelan un problema más profundo: hemos perdido la esperanza y la confianza en nosotros mismos.
Así lo podemos ver en las últimas encuestas publicadas por Ipsos, donde se destacan sentimientos de vergüenza y pena por la realidad nacional, así como preocupación, enojo y frustración por los altos niveles de inseguridad y corrupción. Esto coincide con la histórica baja aprobación al Ejecutivo y Legislativo, la menor de las últimas décadas. Por otro lado, un estudio de Datum para el Programa Bicentenario (2020) reveló que los peruanos desconfiamos de nuestros pares y lamentamos la falta de valores, aunque individualmente nos consideremos honestos. De igual forma, diversas mediciones muestran que el rechazo a la corrupción se relativiza cuando se trata de situaciones personales.
Esta situación de pensar que el “otro” es el responsable de los problemas del país, y que nuestra honestidad puede adaptarse a nuestros intereses, nos pone en una situación crítica en la que hemos perdido el sentido de colectividad, empatía y respeto por los demás. La flexibilidad de nuestra moral se muestra en estudios como el de “honestidad cívica en el mundo” (Science, 2019), donde el Perú ocupa el puesto 39 de 40.
En el ámbito urbano, esta contradicción se evidencia en la ocupación ilegal de espacios públicos, una práctica vergonzosa que se extiende por diversas ciudades y atraviesa todos los niveles socioeconómicos. Observamos con indignación cómo personas, instituciones e incluso municipalidades se apropian o restringen el libre acceso a vías, áreas verdes y otros espacios sin el menor escrúpulo, amparándose en argumentos insostenibles. Estas acciones no resisten ningún tipo de justificación, porque dichos bienes son de uso y dominio público del Estado, intangibles, inalienables, inembargables e imprescriptibles (Ley 31199). Sin embargo, casos como el recientemente expuesto en el programa dominical “Punto final” nos muestran cómo en una de las zonas más acaudaladas del distrito limeño de Santiago de Surco más de 200 vecinos −entre ellos una congresista de la República− se han apropiado de un parque.
Esta triste costumbre tiene un significado profundo, pues si no somos capaces de reconocer la naturaleza cívica y democrática de los espacios públicos, ¿cómo podremos construir valores basados en el respeto y la empatía?
La evidencia es clara, diversas investigaciones internacionales demuestran que la disponibilidad, calidad y accesibilidad de los espacios públicos está directamente relacionada con mayores niveles de confianza, inclusión y desarrollo democrático. Su libre uso fortalece la cohesión social, la solidaridad y la percepción de seguridad, como ocurre en la Residencial San Felipe y en unidades vecinales como Matute (La Victoria), Mirones o la emblemática Nº 3 (Cercado de Lima).
Exigir nuestro derecho a calles, parques y plazas públicas y bien gestionadas es un paso esencial para robustecer la ciudadanía y la democracia. Por ello las municipalidades deben apostar decididamente por su recuperación, equipamiento y mantenimiento, entendiendo que estas acciones no solo mejoran la calidad de vida de sus residentes, sino que también fortalecen los lazos comunitarios y la participación vecinal.
La democracia no se ejercita solo en las urnas, se vive cada día en los espacios más próximos al ciudadano, como la calle y el barrio. Es allí donde debemos empezar a recuperar la solidaridad y confianza mutua, paso indispensable para reconstruir los valores que debieran guiar el destino de nuestra nación.
P.D. En recuerdo del arquitecto Adolfo Córdova, ciudadano comprometido, vecino ilustre, gran maestro y amigo.
Fuente: El Comercio – Aldo Facho Dede es Arquitecto y urbanista. Cofundador de la Red Latinoamericana de Urbanistas