A estas alturas del comportamiento de los diversos actores políticos en el Congreso, en el gobierno y, en otras esferas del quehacer nacional, no entiendo porque se sigue hablando de la existencia de una clase política en el Perú. Se puede hablar de un remedo de ella, de un prototipo de clase política, pero, en sentido riguroso, no de un estamento de élites que ejercen el poder como una de las expresiones de una comunidad política organizada. Podríamos hablar de una red de panacas, cúpulas, clanes familiares, mafias, grupos de interés o micro dinastías, pero no de una clase política. Esa caracterización no la merecen.
La teoría de la clase política, creada por el sociólogo y politólogo italiano, Gaetano Mosca, a finales del siglo XIX, postula la existencia en el seno de cualquier tipo de organización social, de una minoría organizada que detenta el poder legítimo en los centros de decisión efectivos. La fórmula política consiste en el conjunto de ideologías, creencias y mitos que la clase política produce, basados en una cultura político-social, para tamizar su dominio sobre el resto de la sociedad. Los teóricos de ese tema, como Vilfredo Pareto, señalan que en todo organismo político hay siempre una élite que está por encima de la jerarquía de toda la clase política y que dirige lo que se llama el timón del Estado. Afirman que aunque se ejerce la alternancia en el gobierno, las élites predominantes siguen existiendo, pero con otros actores y con sus propios matices programáticos e ideológicos. En el Perú, eso no existe, salvo que alguien quiera inventar un vulgar concepto a la peruana.
Los actuales grupos de poder en el Perú, son en realidad circunstanciales, cambian radicalmente en cada elección, mientras predominan otros poderes fácticos que no hemos elegido. No existes grupos que hayan creado una ideología medianamente consistente, ni mucho menos, que hayan irradiado creencias y mitos como factor de reproducción y de alternancia en el poder. Si tomáramos en cuenta a Vilfredo Pareto, quien explica que, siempre que exista una sociedad organizada, existirá también una clase que gobierne, esa realidad tampoco existe en el Perú actual. En los regímenes democráticos, la clase gobernante selecciona a los mejores y más ilustres de los sectores. Es cierto que se producen cambios y, a veces drásticos, pero permanece una comunidad política. En una sociedad con una clase política medianamente constituida no podría darse una tragicomedia como aquel incidente donde el líder de un partido (Cesar Acuña) postula como candidato único a la región La Libertad en las elecciones internas y, luego, los votos blancos y nulos son mayores a los que obtuvo su presidente. Eso solo ocurre cuando solo existen dueños de franquicias, ahí donde no hay ideologías ni programas. En ese caso, simplemente la clientela le dio la espalda al dueño del remedo partidario, al punto de sentirse superior a él.
En un país con una mediana comunidad política organizada formada por 4 o 5 cinco partidos políticos, cuanto más organizada sea la minoría, frente a diversos intereses sociales, mayor será su poder y su firmeza, generando condiciones de estabilidad política. Siempre la capacidad de organización de las elites gobernantes será superior a los intereses de la mayoría de sociedad expresada en clases o estamentos sociales. En el Perú, eso no ocurre porque, por ejemplo, frente a la alta conflictividad social, ningún partido político puede atribuirse la dirección o intermediación social. Los diversos grupos, en diversas regiones, actúan al margen de los partidos políticos y se supeditan por conveniencia a liderazgos circunstanciales.
La superioridad de la organización de los partidos, las elites y la clase política, crea en el régimen democrático, una sensación de autoridad frente a las mayorías generando condiciones de gobernabilidad. Eso no ocurre en el Perú, donde la desorganización del remedo de la clase política ha llegado, en estos días, al extremo de emitir una Ley para intentar cambiar las reglas de juego, a pocos días de la inscripción electoral de los candidatos. Hechos como esos solo acrecientan el desprestigio del Congreso y de un presidente obligado a promulgar la ley, motivado por un instinto de sobrevivencia. Creo que en ninguna parte del mundo llega a ocurrir expresiones de tanta desorganización y descarada discrecionalidad para aprobar leyes inconstitucionales A eso, no se le puede llamar clase política.
En un régimen de alternancia, una clase política, siempre será una minoría en relación a toda la población y la nación, pero legítima y orgánica a la sociedad, porque hunde sus raíces en diversos sectores sociales a través de los partidos políticos. Esa minoría organizada posee estructuralmente cualidades que le otorgan superioridad material, intelectual y moral, o bien, es tributaria de una continuidad forjada por otros líderes del pasado. Las clases políticas son propensas a tornarse en clases hereditarias por derecho o, al menos, sustentándose en los hechos. Cuanto más extendida y grande sea la comunidad política, menor será la correspondencia de la minoría gobernante, en contraste con la mayoría gobernada; en esta situación, le resultará más difícil a la mayoría gobernada organizarse para proceder en contra de la minoría gobernante.
Por otro lado, en cualquier sociedad más o menos avanzada, existe la posibilidad de reelección, por los menos en los niveles inferiores del estado (regiones y municipios). Ninguna autoridad regional o municipal puede implementar un plan en solo cuatro años. La realidad viene demostrando que la ausencia de la reelección es solo el desincentivo a la planificación, a realizar proyectos de mediano y largo plazo. Los que pretendían que la prohibición de reelección de alcaldes o gobernadores era un antídoto a la corrupción se han equivocado de cabo a rabo, porque la corrupción solo ha cambiado de tamaño, ha promovido su velocidad y desenfado. La mejor fórmula era prohibir la reelección indefinida, pero si debió dársele la oportunidad (solo por un periodo adicional) a las mejores gestiones, para que tengan la oportunidad de consolidar estrategias de desarrollo en un periodo de ocho años, al tiempo que se le aplicaban mecanismos de control y rendición de cuentas, más eficientes y drásticos. Al prohibirse la reelección se ha cortado la posibilidad para el surgimiento de una clase política nueva desde los niveles más bajos del estado. Igualmente, no fue acertado prohibir la reelección de parlamentarios; cuando la fórmula adecuada era la renovación por tercios o mitades del congreso, como una alternativa de revocar a los malos representantes, pero ratificar a aquellos que realizan una buena labor parlamentaria, para cimentar otra fuente de surgimiento y retroalimentación de una nueva clase política.
Por otro lado, la descomposición de la clase política y su posterior disolución, en las últimas décadas, marcada por la corrupción y la volatilidad ideológica, respondió a un momento particular de la mundialización y de la reorganización capitalista, signado por la subasta de los bienes públicos y una particular relación de fuerzas caracterizada por la desarticulación de las redes del mundo del trabajo y de las clases subordinadas. Ese periodo parece estar llegando a su fin. Es posible, entonces, que asistamos a la emergencia de nuevas formas de gestión de la política y de incidencia de la población en el quehacer público y, con ello, a la emergencia de nuevas representaciones y formas de organización del Estado y de la escena política. De ser así, la hora de la actual clase política ya llegó a su fin hace varios años.
Predomina ahora una anomia en la política, un vaciamiento de valores y principios. Tampoco asoman indicios de un tránsito hacia una nueva situación. Es propiamente un pantano, ahí donde en su barro hediondo existe una pantomima de polarización, pero de pactos bajo la mesa, para garantizar impunidad de unos (el caso del ex contralor Alarcón) e intentar liquidar a otros adversarios con informes de investigación, como verdaderos mamarrachos (El caso del Informe de la Comisión de Investigación de un supuesto fraude electoral). En esa anomia, a estas alturas, me parece que a los actuales parlamentarios ya no les interesa cuanto de impopulares son, sino cuanto garantizan sus privilegios personales o de grupo.
Sugiero entonces, por ahora, dejar de hablar de la existencia de una clase política, porque simplemente esa no existe, ni merece tal calificativo.
Escribe: Neptalí Carpio Soto – periodista