Nuestra carta fundamental establece que toda persona tiene derecho a la legítima defensa.
Este derecho recién aparece en el texto constitucional de 1993, es decir, no cuenta con antecedentes constitucionales; la redacción de este derecho tiene la virtud de declararlo de manera simple y precisa. Se trata de un instituto jurídico universal, reconocido en todas -o casi todas- las legislaciones del mundo; no existen muchas diferencias entre los sistemas jurídicos: Derecho con raíces latinas (como el nuestro), Derecho anglosajón (como el de Estados Unidos), Derecho religioso, como el perteneciente a los pueblos del Islam; cada uno, con sus peculiaridades, prevén en sus legislaciones la hipótesis legal defensista.
El concepto consagrado se refiere a la posibilidad y el derecho de la persona de responder por sí misma, sin la ayuda de la autoridad, a una agresión; está referido no solo a la legítima defensa de orden personal sino también de la sociedad organizada; se sustenta en la tesis de la autodefensa, la misma que es una manera de ejercer la legítima defensa, abarcando la defensa individual, colectiva, grupal, nacional, privada, pública, etc. Jurídicamente, debemos entender a este derecho bajo dos criterios: como el rechazo del ataque que alguien sufre y, por otro lado, que ese rechazo del ataque tiene que ser proporcional a la fuerza del atacante, pues de lo contrario se trataría ya de un ataque; esa proporcionalidad no implica el uso de la misma arma, sino una fuerza que permita equilibrar y superar en una pequeña dimensión la fuerza atacante. Lo establecido en la carta magna es un principio, es decir, que la gente sepa que tiene el derecho de defender su propia vida y su propiedad, correspondiendo a la legislación penal y civil, así como a las leyes especiales, establecer las características, límites y procedimientos.
La defensa propia es tan antigua como la humanidad, va amalgamada a uno de los más fundamentales instintos del ser humano: el de conservación y supervivencia; en su origen, se encontraba vinculada a cuestiones relacionadas con la vida, la integridad física y el honor; posteriormente, de forma paulatina, se fue ampliando hacia todo bien jurídicamente protegido, sobre todo en la legislación penal. En la Biblia (hebrea y cristiana), en el Libro de Éxodo, se establece “Si el ladrón fuere hallado forzando una casa y fuere herido y muriese, el que lo hiera no será culpado de homicidio”; en el Derecho canónico, se exime de pena a quien “actuó en legítima defensa contra un injusto agresor de sí mismo o de otro, guardando la debida moderación”; en el Derecho romano, podemos encontrar a la legítima defensa en la Ley de las XII Tablas, así como en el Digesto, ocupando un sitial importante en ambos documentos; en el Derecho germánico antiguo, se podía matar impunemente al ladrón, al incendiario, al adúltero, etc., en el caso del atentado contra la vida, se aplicaba el principio “Mann gegen mann” (cabeza por cabeza), que significaba: “acaecido el primer homicidio, se legitima el segundo”, algo semejante a la antigua ley del talión; en el Derecho español, la Lex Visigothorum (Ley visigótica) contemplaba importantes preceptos respecto a la legítima defensa, en la Alta Edad Media los Fueros y Constituciones de Cortes siguieron reconociendo este derecho, en la Siete Partidas se amplía la legítima defensa frente a cualquier daño a la propiedad, luego es recogido por el Código Penal de 1822 y sus posteriores versiones.
El derecho fundamental a la legítima defensa está consagrado, también, en sendos tratados internacionales, tanto universales como interamericanos; en nuestro país, básicamente, se trata de una institución de contenido material de índole penal, por medio de la cual se exime o se atenúa a un individuo de responsabilidad penal, exigiéndose la concurrencia de tres circunstancias: agresión ilegítima, necesidad racional del medio empleado para repelerla y falta de provocación suficiente de quien hace la defensa.
Escribe: Willy Ramírez Chávarry – periodista