“Al decir que miles de jóvenes son «azuzados» componen un falso relato de lo sucedido, pues dan por hecho que individuos de veintidós, veinticinco o veintiocho años no son capaces por sí mismos de salir a defender sus ideas y principios”.
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A fines de los años sesenta, mi tío Enrique salía a marchar con el puño en alto. Hoy es un señor mayor que vive en la playa, vota a la derecha, sintoniza Willax y cree que Perú necesita un Bukele para salir adelante. Hace medio siglo, sin embargo, él y sus compañeros de la universidad –inspirados por las revueltas de mayo del 68 en Francia y las protestas contra la guerra de Vietnam en Estados Unidos– marchaban pidiendo más justicia, más reformas sociales y más protección a la soberanía nacional. Curiosamente, no marchaban contra el presidente Juan Velasco, sino a favor, pues sus demandas sintonizaban con el predicamento del régimen militar (poco les importaba que se tratara de una dictadura). Dice mi tío Enrique que la prensa limeña de la época bautizó a los participantes de aquellas movilizaciones como los miembros de la «Generación del Reformismo».
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Mi tío Enrique tuvo dos hijos: Bruno, el mayor, y Mauricio, que llegó varios años después. Bruno iba a la facultad de ciencias sociales de San Marcos y, como había heredado el viejo temple contestatario de su padre, al término de la década de los ochenta participó en más de una movilización contra el terrorismo de Sendero Luminoso, pero también contra la inflación provocada durante el gobierno de Alan García y la represión del Estado en su lucha contra la subversión. Según él, pertenece a la «Generación X», pero recuerda que varias veces leyó notas en Caretas y en Oiga que hacían referencia a los jóvenes que marchaban en el centro de Lima como los hijos de la «Generación del Terror», porque habían crecido en medio de la guerra interna.
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Con el otro hijo, Mauricio, coincidí en la universidad. Él andaba por séptimo ciclo de derecho cuando yo cursaba el tercero o cuarto de Comunicaciones, y nos encontramos en el campus durante las concentraciones previas a las marchas universitarias de fines de los noventa. En esa época salíamos a protestar contra la dictadura de Fujimori y su intento de reelegirse por segunda vez. No recuerdo si marchamos hombro a hombro, pero tengo en la retina una imagen suya: avanzando entre la multitud de la Plaza San Martín, con el pelo largo recogido en una coleta y llevando en las manos una pancarta que decía: «somos estudiantes, no somos terroristas». Aunque en la primera línea de esos desplazamientos masivos también participaron dirigentes gremiales y sindicales, fueron los alumnos de distintas universidades, nacionales y privadas, los que llamaron la atención con su presencia (o su repentina falta de apatía). De ahí que las marchas quedaran bautizadas así: «las marchas universitarias», y que a nosotros se nos colgara el cartel, provisorio pero cierto, de la «Generación del No a la dictadura». Pocos años después, esa generación encontraría su relevo natural en la «Generación de los Cuatro Suyos».
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Hace cinco años todos vimos el surgimiento de la «Generación del Bicentenario», un movimiento espontáneo nacido del descontento y de la rabia de ver cómo el Congreso, primero, y el fugaz gobierno de Manuel Merino después, perpetraban un asalto. Esos jóvenes –muchos de los cuales ya habían marchado en el 2019 contra la Ley Pulpín– pasaron de las redes sociales a la acción, sin mayor orquestación política ni financiamiento salido de cajas chicas.
Algo similar sucede ahora con la «Generación Z», que viene liderando las recientes movilizaciones y que ha sido definida por el sociólogo e historiador Guillermo Nugent como un grupo etario marcado «por el desencanto político». Es una generación, además, dueña de «un sentido muy crítico de su relación con el mundo» y con una «creciente capacidad de influencia en la agenda social y electoral del país».
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Tal como sucedió con la del Bicentenario, esta generación se caracteriza por su capacidad de auto convocatoria. No necesita guías ni líderes visibles, porque su potencial es colectivo. De ahí que resulte tan absurdo, tan anacrónico, tan ridículo que se diga que estos jóvenes son «azuzados» por políticos o influencers.
Quienes tanto hablan del dichoso «azuzamiento» solo buscan infantilizar o subestimar a quienes participan libremente del ejercicio de protesta. Al decir que miles de jóvenes son «azuzados» componen un falso relato de lo sucedido, pues dan por hecho que individuos de veintidós, veinticinco o veintiocho años no son capaces por sí mismos de salir a defender sus ideas y principios, sino que necesitan a alguien que los espolee, que les diga qué hacer, por dónde ir, qué lemas proclamar.
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En las últimas horas encontré en las redes un video que es una excelente demostración de lo lejos que está la Generación Z de la caricaturización con que se pretende deslegitimar su impulso cívico. Ahí se ve a un joven de la comunidad de hip-hop, compañero del cantante Eduardo Mauricio Ruiz Sáenz, asesinado por la policía cerca de la Plaza Francia, soltar un discurso tan sincero, tan hondo y tan crítico con la clase política que debería utilizarse como material recurrente en los medios.
Citaré apenas un fragmento para cerrar esta columna que es, en realidad, un homenaje a estos jóvenes que –como los jóvenes del pasado– arden en deseos de reinventar este país, cuya conducción hemos dejado en las manos incorrectas: «Es muy fácil hablar cuando tienes todo, es muy fácil hablar cuando te regalan todo, es muy fácil hablar cuando puedes violar, atropellar, asesinar y tu viejito con una llamada te arregla todo, es muy fácil hablar cuando el dolor no te toca».
Fuente: El Comercio – Renato Cisneros es escritor y periodista