“El Banco Mundial calcula que, en el 2010-2011, un 40% del aumento del precio mundial del trigo y un 25% en el caso del maíz fueron atribuibles a medidas proteccionistas”.
Ya antes de la pandemia había signos de un posible próximo encarecimiento mundial de los alimentos. Los fenómenos meteorológicos extremos inducidos por el cambio climático se han vuelto más comunes. El año pasado, la fiebre porcina africana eliminó a más de un cuarto de la población mundial de cerdos, lo que provocó en China un aumento interanual de precios de los alimentos de entre 15 y 22% en lo que va del 2020. Y luego la peor plaga de langostas en 70 años destruyó cultivos en el este de África. En Kenia, el precio del maíz (un ingrediente básico de la dieta) creció más del 60% desde el 2019.
El COVID-19 amplifica el riesgo de una escalada mundial de precios de los alimentos, algo que provocaría crisis declaradas en muchos países en desarrollo. En los más pobres, los alimentos suponen entre el 40 y el 60% de la canasta de consumo, unas cinco o seis veces más que en las economías avanzadas.
Las cuarentenas causaron una enorme contracción de la demanda de bienes duraderos y servicios prescindibles, pero con los alimentos ocurre lo contrario. En ciudades de todo el mundo, desde el inicio de la pandemia se han multiplicado los casos informados de compras por pánico y acaparamiento de alimentos.
Por el lado de la oferta, aunque las reservas mundiales de granos están en buenos niveles, las alteraciones a la producción y distribución de alimentos provocadas por el virus pueden llevar a que se agoten en poco tiempo. Y la escasez de forrajes, fertilizantes y pesticidas aumentó los costos de la producción agrícola y el riesgo de malas cosechas.
Además, ya sea en la recolección de frutas y vegetales en la India o en la operación de plantas de procesamiento de carne en los Estados Unidos, hay una escasez de mano de obra cada vez más evidente como resultado de las restricciones al movimiento internacional de personas en gran parte del mundo, que alteran el ciclo estacional normal del trabajo agrícola migrante. Y la escasez de medios de transporte dificulta todavía más el traslado de la producción a los mercados que siguen funcionando.
En vez de vender en bulto a restaurantes, hoteles y escuelas (que ahora están cerrados), los agricultores necesitan reorientar sus cadenas de suministro hacia la venta a tiendas de cercanía y la entrega a domicilio. Pero eso lleva tiempo, en particular porque hay diferencias de preparación y empaquetado entre los productos alimenticios de uso comercial y los que se venden directamente a los consumidores. Mientras tanto, ya hubo casos de destrucción forzosa de productos frescos.
Encima, algunos importantes países productores de alimentos ya han respondido a la pandemia con restricciones (cuotas o prohibiciones) a las exportaciones; por ejemplo, Rusia y Kazajistán para los granos y la India y Vietnam para el arroz. Y otros han comenzado a acelerar las importaciones para acumular reservas de alimentos; por ejemplo, las Filipinas (arroz) y Egipto (trigo).
Este proteccionismo alimentario puede parecer un buen modo de dar alivio a los segmentos más vulnerables de la población, pero si muchos gobiernos apelan a esta clase de intervenciones en simultáneo puede producirse una escalada global de precios de los alimentos, como sucedió en el período 2010-2011. El Banco Mundial calcula que, en aquel momento, un 40% del aumento del precio mundial del trigo y un 25% en el caso del maíz fueron atribuibles a medidas proteccionistas.
El nerviosismo de los países es comprensible. La pandemia del COVID-19 ya provocó reducción del crecimiento y aumento del desempleo, del déficit fiscal y de la deuda en una variedad de economías (tanto avanzadas como emergentes), y la aparición de nuevos focos de contagio en países en desarrollo agudizará el dilema entre salvar vidas y proteger los medios de subsistencia de la gente. Además, los países en desarrollo ya enfrentan un corte súbito de los flujos de capitales y remesas y un derrumbe del turismo, a lo que se suma, en el caso de los muchos de ellos que son exportadores de petróleo y commodities primarios, un enorme deterioro de los términos de intercambio y de los tipos de cambio. Incluso antes del COVID-19, muchos países de bajos ingresos ya estaban en grave riesgo de tener problemas de deuda. Y muchas de estas economías también son muy vulnerables a una escalada de precios de los alimentos.
El índice Nomura de vulnerabilidad alimentaria califica 110 países según su exposición a grandes oscilaciones de precios de los alimentos, teniendo en cuenta el PBI nominal per cápita, la participación de los alimentos en la canasta hogareña de consumo y el nivel neto de importación de alimentos. La última medición muestra que los 50 países más vulnerables a un encarecimiento sostenido de los alimentos corresponden casi en su totalidad a economías en desarrollo que equivalen a casi tres quintos de la población mundial.
De hecho, dado el carácter universalmente regresivo de los precios de los alimentos, su encarecimiento sería un problema en todo el mundo. Incluso en las economías desarrolladas, un salto de precios de los alimentos ampliará la disparidad entre ricos y pobres y agravará así la importante desigualdad de riqueza preexistente. Y no hay que pasar por alto la conexión histórica entre las crisis alimentarias y la agitación social.
Las instituciones multilaterales se han movilizado rápidamente durante la crisis para proveer financiación de emergencia a una cantidad récord de países en desarrollo; el G20, en tanto, acordó otorgar a los países pobres que lo necesiten una moratoria del pago de deudas. Pero los riesgos de una escalada de precios de los alimentos no afectan solamente a las economías más vulnerables, de modo que es posible que otros países también necesiten un alivio de deudas temporal.
En momentos en que la pandemia amenaza con generar un caos económico todavía mayor, es necesaria la colaboración de los gobiernos para enfrentar el riesgo de interrupciones en las cadenas de suministro de alimentos. Y en general, un mínimo de coordinación internacional de políticas es esencial para evitar que el proteccionismo alimentario se convierta en la nueva normalidad post pandemia.
Escribe: Carmen M. Reinhart – El Comercio