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Antígona y el no-entierro de Abimael Guzmán

Desde que murió Abimael Guzmán me he estado haciendo esta pregunta: ¿cuándo saldrá algún académico clasicista y humanista a comparar el destino del cadáver del ex líder senderista con el entierro de Polinices en la tragedia Antígona de Sófocles? Mientras espero (sentado) a que esos profesores levanten la voz para hacernos pensar de manera “alturada”, observo que al menos Eduardo Adrianzén, César Azabache y Jerónimo Pimentel han hecho esa comparación.

Pero la han hecho solo para negarla: a fin de cuentas todos ellos rechazan que la tragedia de Sófocles sirva para echar luces al caso de Guzmán. Estoy en desacuerdo. Sin duda hay claras diferencias, pero Antígona es clave para empezar a pensar mejor en el no-entierro que en las últimas semanas ha perturbado al país.

Describo brevemente la obra, que se desarrolla en el contexto mítico de los siete contra Tebas, donde participan Eteocles y Polinices, hijos de Edipo, hermanos de Antígona. Luego de la muerte de Edipo, Eteocles se hace del poder del Estado y destierra a su hermano Polinices. Pero este no se queda con los brazos cruzados, busca el concurso de príncipes extranjeros y retorna a Tebas para iniciar una cruenta guerra que culmina con la muerte de los dos hermanos, dejando a Creonte como nuevo líder de la ciudad. En realidad, todo esto ocurre antes de la obra, la cual solo empieza con la reacción de Antígona a la decisión de Creonte de prohibir el entierro de su hermano Polinices. A partir del siguiente razonamiento: “No se puede honrar de la misma manera al traidor que al héroe”, el nuevo líder dispone que Eteocles (el héroe) reciba todos los honores fúnebres, mientras que a Polinices (el traidor) “se le deje insepulto, y que su cuerpo quede expuesto ignominiosamente para que sirva de pasto a la voracidad de las aves y de los perros”. [1]

Antígona, sin embargo, hace oídos sordos del mandato y entierra a Polinices. Y después, cuando se le obliga a comparecer ante Creonte y este le pregunta si tal vez desconocía la prohibición, ella responde que sí la conocía pero que igual decidió desobedecerla. Entonces, a pesar de que Antígona es la prometida de su hijo Hemón, Creonte la condena a morir encerrada en una tumba. Hemón trata sin éxito de cambiar el parecer de su padre. No obstante, luego de un tenso diálogo con el adivino Tiresias, quien vaticina desastres como producto de la inflexibilidad del gobernante, Creonte da marcha atrás y ordena detener la ejecución. Pero ya es tarde: Antígona ha muerto, Hemón se ha suicidado, Eurídice (esposa de Creonte y madre de Hemón) también se quita la vida al enterarse del deceso de su hijo y Creonte acaba destruido exclamando “¡Desgraciado de mí!”.

Lo que no permite ver el delirio es que, al negarle el entierro a Guzmán, al quemar su cadáver y convertirlo en víctima, se arriesga construirle un lugar de culto en el imaginario colectivo. En Antígona no es la heroína sino la actitud del gobernante lo que debilita el orden estatal. De manera similar, no es la impotente Iparraguirre sino la adicción al odio la que le está construyendo un mausoleo “virtual” a Guzmán.

Pasemos ahora a la relación entre los personajes de la tragedia con los actores políticos peruanos, comenzando por la de Antígona y Elena Iparraguirre, que es la que ha atraído mayor atención. Pimentel no considera a Iparraguirre una “víctima que despierte simpatía” y Azabache sostiene que es una “falsa Antígona”, “una impostora”. [2] Ambos tienen y no tienen razón. Es cierto que Iparraguirre no suscita la compasión de una “víctima químicamente pura”, pero Antígona tampoco: hay que ver el desprecio con que trata a su hermana Ismena cuando esta, atemorizada, se niega a participar en el plan para enterrar a Polinices, así como la desafiante arrogancia con la que se dirige a Creonte para hacerle saber que le importa un bledo lo que él haya dispuesto en la ciudad. Es por ello que, en La ética del psicoanálisis, Jacques Lacan ve en ella la madera de la que están hechos los mártires, de esos que se regodean con el fuego. Y es por ello que, en una de las tantas re-escrituras de la obra, Jean Anouilh presenta a un Creonte más pensante y amable y, en cambio, a una Antígona irascible y caprichosa. Antígona no es la pobre mujercita que aparece en las tablas de Yuyachkani (esta sí es, quizás, una víctima químicamente pura). Tampoco mandó matar a nadie como Elena Iparraguirre, pero inspira temor.

Sin embargo, Azabache señala una diferencia crucial entre Antígona e Iparraguirre: mientras que el reclamo de Antígona por el cuerpo de Polinices se limita al de una mujer en el espacio doméstico, el de Iparraguirre proviene de “la heredera de la jefatura del senderismo; la segunda al mando que se encumbra como lideresa a consecuencia de la muerte de Guzmán”. Explico un poco. Según Hegel, la tragedia de Sófocles estaba marcada por el enfrentamiento de dos héroes: Antígona, la representante del espacio doméstico, y Creonte, representante del espacio público. Y si bien Lacan pensaba que Antígona era la representante de un deseo indestructible capaz de incendiarlo todo, es cierto que Creonte no temía de ella la subversión política. A diferencia de Iparraguirre, Antígona no tenía un rol claramente público. Dejemos esto allí para retomarlo más adelante y sigamos con el otro gran personaje.

Creonte, como lo señala Goethe, está motivado por el miedo y el odio: de allí que no simplemente prohíba el entierro sino que exprese su deseo de que el cadáver de Polinices sea devorado por perros y aves rapaces. Podría pensarse que la acción de Creonte nos da una versión avant la lèttre del infierno cristiano, lugar que responde al deseo de que el muerto sufra para siempre. Pero también podría pensarse que expresa el deseo de que el cuerpo desaparezca, de que no quede rastro sobre la tierra, de condenarlo al olvido. Se trata, quizás, de las dos cosas a la vez, y en eso se parece Creonte a… ¿A quién? Decididamente no a Pedro Castillo o al poder ejecutivo, harto dubitativo con respecto a qué hacer con el cadáver. Pero sí se parece a una parte de la opinión pública, a buena parte de los medios de comunicación y a la derecha en su conjunto. El ejecutivo se parece más bien al espectador dividido en el escenario: dividido entre el deseo humanitario de honrar la memoria del muerto y el deseo estatal de responder al furioso deseo de público-medios-derecha de no darle sepultura al cuerpo de Guzmán. Pero, claro, mientras que el espectador podía dudar cómodamente en su asiento sobre qué era lo correcto, el ejecutivo se ha visto forzado a satisfacer el deseo de quemar y hacer olvidar, de lo contrario corría el riesgo de que un furioso Creonte (público-medios-derecha) acabe condenándolo como aliado de Polinices, es decir, del senderismo.

En la obra de Sófocles la furia de Creonte contra quienes sugieren enterrar a Polinices perturba su razonamiento y lo lleva a un error de juicio (hamartía). Lacan identifica este error con el imperativo categórico kantiano: “Obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal”. En otras palabras, solo realiza una acción cuando esta pueda convertirse en un deber para todos. Así cree proceder Creonte: “No se puede honrar de la misma manera al traidor que al héroe”. Algunos críticos han señalado que el error de Creonte radica en no saber hacer excepciones a la ley universal. Pero pienso que él tiene razón en plantear las cosas de ese modo. No se puede, por ejemplo, honrar que de la misma manera a Miguel Grau y a un contraespía peruano que trabaja para Chile. Pero también pienso que el miedo y el odio lo llevan a equivocarse en cuanto al contenido que le da a su bien planteado razonamiento. Bien pudo haber, por ejemplo, erigido un mausoleo para Eteocles y haber permitido el entierro de Polinices en algún lugar maltrecho del mundo y con un mínimo de ceremonia. Pues subrayar con justicia la desigualdad en materia de honores que merecen el héroe y el traidor no implica despojar a este último de todo honor o dignidad.

Volvamos al caso de Guzmán. Debido a la furia del Creonte contemporáneo (público-medios-derecha), el ejecutivo se ha hecho parte de una alianza para incinerar el cuerpo del líder senderista. Pero este odio se traduce además en una razón de estado: no se puede permitir que la tumba de Guzmán se convierta en un lugar de culto para los remanentes de Sendero Luminoso. ¿Hay aquí una máxima universal? No estoy seguro. Pero al menos hay una razón de estado: “No se puede permitir que el deseo de honrar a un líder subversivo ponga en riesgo la paz y el orden de la Nación”.

No quiero desmerecer la importancia de una razón estatal. Pero puesto que se haya animada por el furioso deseo de quemar y hacer olvidar, dicha razón se estancó ciegamente en una falsa disyuntiva: quemar el cuerpo o permitir el mausoleo. Pero es allí donde uno tiene que separarse algo del furioso deseo de quemar/hacer olvidar para recuperar la flexibilidad en el pensar y el actuar. Pues había otras alternativas. Se pudo, por ejemplo, colocar la tumba de Guzmán en una parte vallada de algún cementerio que solo pueda ser visitada por individuos o pequeños grupos con previa autorización del Estado. Con el tiempo se habría podido evaluar abrir esas vallas y permitir un acceso menos restringido, o no…. Seguramente había soluciones mejores, pero no se pudo superar la rigidez para pensar y actuar.

Hegel sostuvo que la tragedia de Antígona no daba una solución al enfrentamiento entre lo privado y lo público, pero que hacía avanzar la “sustancia ética”. Es decir, la próxima vez que apareciera un conflicto entre lo doméstico y lo público en la ciudad, los ciudadanos-gobernantes ya habrían reflexionado (gracias a que fueron espectadores de la tragedia) y podrían tomar una mejor decisión ética que Creonte. Lo mismo vale para nosotros. La obra de Sófocles y el caso de Guzmán no son exactamente iguales. Pero lo que nos enseña la tragedia de manera intemporal es cómo el odio puede conducir un razonamiento válido hacia un acto torpe y cruel. O más precisamente, nos ayuda a entender que el deseo de incinerar/hacer olvidar a Guzmán y a Sendero Luminoso transforma el deseo de preservar la paz pública en un callejón sin salida (quemar el cadáver o permitir el mausoleo), y que transforma a su vez a Elena Iparraguirre en “la heredera de la jefatura del senderismo”, o mejor, que transforma a una mujer que ha envejecido y morirá en la cárcel en la peligrosa Número de Uno de una organización terrorista que ya no existe. 

Termino con esto. Concuerdo con Jorge Frisancho en que no darle una tumba a Guzmán equivale a “declarar endeble” el triunfo del sistema sobre Sendero y “desmentir su soberanía en el acto de afirmarla”. [3] Y sin embargo, eso es exactamente lo que está haciendo el Creonte contemporáneo: declarándose endeble ante un enemigo vencido y rendido hace décadas. ¿Por qué? Sin duda hay quienes se espantan con las sombras, así como también hay otros que maquiavélicamente buscan mantener vivo el fantasma del senderismo. Pero más allá de estas razones particulares, la declaración se inscribe dentro del delirio paranoico de la derecha radical. Y lo que lo hace atractivo no es, por supuesto, su lógica o rigor sino que transforma la insatisfacción con el sistema en un ritual de odio que des-responsabiliza al creyente del deber de pensar. No importa que toda siga igual, que nada cambie, pero que sufran los “terrucos” y los que puedan parecerlo. O dicho de otro modo, el delirio derechista es fuerte porque produce adictos al odio y les da satisfacción. Tan fuerte que, con toda su autoproclamada parsimonia y lucidez, muchos “progresistas” de izquierda y derecha se han sentido obligados a participar en un rito-espectáculo digno de los “dos minutos de odio” en 1984 de Georges Orwell.

Lo que no permite ver el delirio es que, al negarle el entierro a Guzmán, al quemar su cadáver y convertirlo en víctima, se arriesga construirle un lugar de culto en el imaginario colectivo. En Antígona no es la heroína sino la actitud del gobernante lo que debilita el orden estatal. De manera similar, no es la impotente Iparraguirre sino la adicción al odio la que le está construyendo un mausoleo “virtual” a Guzmán. Y ya sabemos por el internet que lo virtual puede ser tan importante como lo material. Por el momento es probable que este mausoleo sirva a quienes quieren mantener vivo el recuerdo del “mal” a fin de sofocar los deseos de cambio. Pero también es posible que en un futuro sea utilizado por quienes pretendan denunciar la impostura humanitaria del sistema. Personalmente, hubiera preferido un final más modesto: una tumba en resguardo que poco a poco fuera abandonada tanto por los guardias como por sus espectrales visitantes.

Fuente: Juan Carlos Ubilluz Revista Idéele N°300.

Bibliografía: [1] Sófocles, Antígona. Pehuén, edición electrónica. Página 7. https://assets.una.edu.ar/files/file/artes-dramaticas/2016/2016-ad-una-cino-antigona-sofocles.pdf

[2] Jerónimo Pimentel, “Reflexiones tras la caída: a propósito de la muerte de Abimael Guzmán”. El comercio. 17/09/2021. Y César Azabache, “La falsa Antígona”. La república. 19/09/2021.

[3] Ver el post de Jorge Frisancho del 15 de septiembre del 2021 a las 14: 41 horas:

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