“La suerte que corren los espacios públicos es un indicador claro de la calidad de la democracia”.
La ciudadanía es algo esencialmente espacial. Es una experiencia que ocurre en lugares y en las relaciones que se tejen en estos. Los griegos tenían una noción clara de ello al instituir el ágora, que significa dos cuestiones fundamentales para la ciudadanía: la asamblea y la plaza pública. Es decir, el intercambio de ideas y un lugar propicio para hacerlo.
En los últimos meses, representantes de nuestro sistema político le han declarado la guerra al espacio ciudadano, aumentando el riesgo de autoritarismo en un país que se está quedando sin instancias de representación. Es un ataque directo a lo que los poderosos aún no pueden controlar, porque la acción ciudadana no depende del Estado o del mercado, sino de nosotros mismos. Pero vaya que les tienen tremendas apetencias.
Para la Corte Suprema, la protesta no es un derecho constitucional, salvo para obreros en huelga normal o de hambre. Es decir, cuando los efectos se limiten a lo “personalísimo”: no recibir remuneración o morir de inanición. Aun una manifestación pacífica, para los magistrados supremos, no puede incomodar a peatones o motoristas, o afectar algún negocio en el proceso. Y, como siempre, surge la pregunta ganadora: ¿quién determina si estoy afectando un derecho? Bajo esta singular forma de pensar, deberíamos prohibir todos los conciertos, partidos de fútbol, pasacalles, festivales gastronómicos y procesiones religiosas que interrumpan una vía trascendental. Ridículo, ¿no?
Como bien indicó Valeria Reyes en este Diario, toda protesta tiene que incomodar a alguien. ¿Cómo logran los ciudadanos llamar la atención de las autoridades si no molestan y son fastidiosos? La Corte Suprema recomienda que se creen espacios para procesar el malestar ciudadano. ¿Acaso viven en otro país? Justo somos una sociedad con una crisis institucional continua y profunda, incluyendo al sistema judicial, que solo es aprobado por una quinta parte de los ciudadanos. ¿Acaso ignoran las múltiples formas en las que se ha querido canalizar la participación ciudadana en mesas de concertación, presupuestos participativos, consejos de coordinación, cabildos abiertos? El papel aguanta todo y justamente el hartazgo por ello es lo que impulsa a manifestarse en la calle.
Por otro lado, los congresistas y el alcalde de Lima afectan nuestro derecho a la vida entregando nuestras calles –es decir, el espacio público– a los mercenarios del transporte público. La mayoría de las víctimas fatales de accidente de tránsito en nuestra ciudad son peatones. Es decir, los ciudadanos más vulnerables e indefensos en el mundo vial. Y no hablemos de las horas perdidas por un sistema caótico e informal: Lima está entre las ciudades latinoamericanas con mayor tiempo promedio de viaje. Se pierden muchas más horas, salud e ingresos en el tráfico que con la suma de todas las protestas sociales.
Por otro lado, autoridades locales vuelven a decidir unilateralmente qué ocurre en espacios que no les pertenecen, sino que solo gestionan. El alcalde de Miraflores ha tenido que recular ante sus iniciales intenciones de prohibir y controlar una serie de actividades en los parques del distrito. Preocupa, por ejemplo, la distinción que hace el burgomaestre entre “vecinos” y “visitantes”, algo que no existe al referirse al espacio público. Si conduzco por la avenida Arequipa, pero vivo en el Callao, ¿se me considera un visitante? Absurdo. Las calles, al igual que los parques, son de libre acceso y no cabe esa distinción. El gobierno local puede, sin duda alguna, regular su uso. Por ejemplo, fijando un límite de velocidad, regulando el nivel de decibeles, entre otros. Pero esto no justifica la prepotencia de argumentar que ciertos usos molestan a uno u otro habitante.
Como he señalado en otras columnas, la suerte que corren los espacios públicos es un indicador claro de la calidad de la democracia. Son bienes de dominio público y el Estado debe garantizar que sean de libre acceso, seguros, transparentes y multifuncionales. Todo espacio público, a su vez, es contencioso por las muy variadas demandas que la ciudadanía podría tener sobre este. La condición democrática se mide justamente en cómo los ciudadanos y sus autoridades consensuan su uso. Hacer lo contrario es dejar sin espacio a la ciudadanía, negándoles derechos de expresión, movimiento, libertad y manifestación.
Fuente: El Comercio – Javier Díaz-Albertini