En Perú, sube de manera alarmante la cantidad de personas que no tienen acceso a alimentos o reducen su consumo nutricional. Las ollas comunes se convierten en un bastión para hacerle frente.
“Un día estaba saliendo de acá, llevando comida para mi familia, y una señora me pidió que le diera algo de comer”, cuenta Vilma Solier, una madre de familia de 39 años en la olla común ‘Nueva Esperanza del Perú’, ubicada en San Juan de Lurigancho, el distrito más poblado de Lima Metropolitana y del país. “Le di una parte de lo que llevaba a mi casa”, añade.
Adentro del pequeño local hecho de madera, la señora Carmen Rosa Méndez atiende aún a dos jóvenes que venden en estas calles polvorientas unos modestos cuadernos, bajo un sol que les raja la piel sin clemencia. Tres ollas grandes colocadas sobre una cocina dominan la escena, en donde también se ven cucharones, una mesa pequeña y unas sillitas.
Aunque parezca difícil creerlo, en este país famoso por su éxito culinario, muchos pasan hambre. No sólo escasez. Hambre. Según una encuesta del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) de septiembre pasado, el 57 % de los entrevistados (1,210), reveló que en los últimos tres meses al menos una vez su hogar se quedó sin alimentos. En el Perú urbano, el porcentaje es de 56 %, mientras que en rural es de un alarmante 75 %, una cifra que retrata la diferencia hiriente que separa al campo de las ciudades en estas tierras. O la existencia de grietas sociales en las urbes. En los sectores D y E de la población, donde está la olla común ‘Nueva esperanza’, el porcentaje también alcanza ese terrible 75 %.
“En esas zonas- precisa la exministra de Desarrollo e Inclusión Social (MIDIS) Carolina Trivellí-sólo el 4 % ha podido mantener su consumo de alimentos sin problemas”. Para ella, la situación es grave. Y no se explica por qué el hambre no es visto como un inmenso problema. “No es que no haya alimentos, sino que no hay acceso económico a ellos”, agrega. Tanto es así como que, en la olla de Solier, hay días en que no se puede cocinar.
“Sobre todo cuando falta el agua”, comenta la mujer antes de servirle su ración Bruno Cabrera, un hombre de 62 años que camina rengueando, apoyado en un bastón, debido a un defecto de nacimiento. “Nací así y nunca en mi vida he ido a un hospital, relata”. Él es uno de los 17 ‘casos sociales’ de ‘Nueva Esperanza’, es decir alguien a quien no se le cobra.
El menú de hoy, es un guiso de quinua con arroz y unos pocos trozos de pollo. Cuesta 3 soles (0,73 euros) y, cerca de las 2 de la tarde, está a punto de acabarse. Los 60 comensales de la olla común, incluido Cabrera, ya se han llevado su almuerzo y las raciones para su casa. Pero, como insiste Solier, “si viene alguien a pedir comida, quien sea, no se la vamos a negar”.
Ella misma y las socias, que son quienes cocinan, pagan dos soles (0,49 euros) por cada menú. Y día a día, a brazo y sudor partido, se las ingenian para “llenar la olla”. Van a los mercados y compran lo que pueden, con la breve ganancia de los que pagan; o “recuperan alimentos”, una modalidad que consiste en pedir, a precio baratísimo o como donación, verduras o frutas que están a punto de perderse. Pero que ellas aprovecharán sabiamente.
Si se mira a encuestas de años anteriores del IEP, se puede concluir que la falta de acceso a alimentos se agrava: del 17 % de los encuestados que en 2012 decían que no tuvieron acceso a comida al menos una vez en los últimos tres meses, al 57 % de septiembre pasado. Hay varios factores para entender este retroceso. Uno de los grandes males fue la pandemia, que golpeó fuerte a las familias más pobres del país. Buena parte de las ollas comunes aparecieron en el año 2020, coincidiendo con la cuarentena. Es el caso de ‘Nueva Esperanza’ y de ‘Víctor Marcial’, una olla clavada en Pamplona Alta (una de las zonas más pobres de todo Lima) y liderada por la señora Rossana Huamán Colque.
Está en la parte alta de un cerro, donde ya no hay asfalto, y donde el agua la lleva un camión cisterna una vez al día. Atiende a 104 comensales, tiene 20 casos sociales y cobra 4 soles, unos 0,98 euros. El menú de hoy es una sopa de quinua y un seco (guiso de color verde) de pollo. Por acá también ronda el hambre y hay cuadros familiares dramáticos.
Francisca Guzmán, una de las socias, tiene ocho bocas que alimentar. Su esposo la golpeaba, hasta que hace seis años le exigió que se vaya. Ahora vive con sus cuatro hijos y cuatro parientes más, en una casita de tres habitaciones. Va todos los días a la olla común, para trabajar y traerles la comida. Algunos días, en el pasado, recuerda haber comido sólo huevo frito y arroz.
Nunca ha ido a una pollería (restaurant que vende pollos a la brasa), algo que la mayoría de los peruanos, incluso pobres, puede hacer alguna vez. Cocina de lunes a viernes en ‘Víctor Marcial’. Los sábados y domingos, lava ropa o limpia casas en zonas pudientes de Lima. Prácticamente no descansa nunca. Pero no maldice, no suelta fuego por su situación. Lucha y trabaja.
Está dentro del grupo que, según la encuesta del IEP, tuvo problemas para conseguir alimentos, o tuvo que reducir su consumo debido a los precios altos (70 % de los encuestados). Las mujeres, junto con los niños, son las más afectadas. En América Latina, según Ayuda en Acción, la diferencia en materia de seguridad alimentaria, entre hombres y mujeres, es de 11.3 %.
Los números dramáticos
En el año 2022, la FAO informó que el Perú era el país con más inseguridad alimentaria de toda Sudamérica. Esto ha continuado y, además de la pandemia, han influido la guerra en Ucrania, que hizo escasear los fertilizantes, o el ciclón ‘Yaku’, que en el 2023 arruinó cosechas en varias partes del país. Pero también el desinterés público y estatal. Mucho más revuelo provoca el ascenso culinario global del Perú que el hambre que pasa una parte no pequeña de su población.
Trivelli considera que debería existir en el más alto nivel del Estado un organismo especial, y un funcionario con poder que lidere la estrategia para enfrentar el drama. Porque las cifras siguen hablando: el Índice Global del Hambre (IGH), presentado el año pasado, alerta sobre los 16 millones de peruanos que sufren una carencia nutricional, lo que habría hecho que los niveles de anemia se disparen hasta la desoladora cifra de 43,6 % de niños, entre los 8 y los 35 meses afectados por esta deficiencia.
El sociólogo Fernando Eguren anota otro ángulo preocupante: además de los niños, otros grupos vulnerables por la magra alimentación son los presos, los ancianos, los enfermos sin recursos, e inclusive los migrantes extranjeros, que hasta piden limosna en las calles limeñas. Pone énfasis, a la vez, en que el cambio climático es muy relevante en este panorama preocupante.
Ya está afectando severamente a la agricultura, especialmente la familiar que, según dice, produce cerca del 60 % de alimentos que consume la población. El fenómeno global golpea la producción de papa y otros alimentos, así como a la pesca del mar y la Amazonia.
La reducción de los glaciares andinos, apunta Eguren en texto próximo a publicar, ya impacta lagos, ríos y puquios (pequeños ojos de agua existentes sobre todo en la sierra). Por no hablar de las sequías, que en 2023 ocasionaron que Puno, un departamento sur andino, sufra el año más seco de los últimos 59 años. Todos son factores que golpean aún más la seguridad alimentaria.
Las ollas no se rinden
Contra toda tormenta, las cerca de las más de 3,500 ollas comunes que hay en el Perú (la mayoría en Lima) luchan a diario para ofrecer el plato de comida providencial. Abilia Ramos, presidenta de ‘Nueva esperanza del Perú’, quien también sabe de tiempos de hambre, explica que, si bien el ministerio de Desarrollo y el municipio de Lima ayudan, ellos mismos cubren el 75 %
Durante la pandemia, con carteles en los que pedían donaciones en los mercados; ahora, vendiendo postres, bebidas o haciendo polladas (reuniones donde se vende pollo asado para recaudar fondos). “Nosotras le estamos resolviendo el problema al Estado y no se dan cuenta”, enfatiza. Sobre los cerros polvorientos y en medio de calles empinadas, batalla a diario para no dejar a los pobres, y a los más pobres entre los pobres, sin comida. Preguntado sobre qué piensa de los triunfos culinarios del Perú es claro: “Me da mucho orgullo. Pero no es lo único que existe en nuestro país”.
Fuente: El País – Ramiro Escobar La Cruz.