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No confundir autoridad con liderazgo

“La autoridad puede ser imperfecta, pero es democrática y está sometida al imperio de la ley”.

“La crisis de la autoridad” es un interesante libro de Natalia Velilla, publicado en Barcelona hace casi dos años, en el que se reflexiona sobre por qué el descrédito de las instituciones tradicionales supone un grave peligro para la democracia.

La autora, una abogada madrileña conocida por su activismo en defensa de los valores constitucionales, escritora del ‘best seller’ “Así funciona la justicia” (2021), se desempeña actualmente como magistrada de familia y discapacidad, y anteriormente ejerció en la jurisdicción penal, civil y laboral.

Como se indica en el libro, en pleno siglo XXI, la autoridad tradicional ha sido desplazada por otras formas del poder y liderazgo basadas en la popularidad, la influencia en redes sociales, el descrédito de las instituciones y el control de la información en manos de gigantes tecnológicos. Incluso, este cuestionamiento conduce, como se precisa, “a la devaluación de otras formas no políticas de autoridad, como las que rigen el vínculo educativo entre padres e hijos, o entre maestros y alumnos, o el vínculo entre el rigor de la ciencia y la conjura online del disparate”.

Si bien el desprestigio de los poderes públicos se debe en gran medida al desgaste del propio sistema democrático, no debe soslayarse, como bien hace notar la autora, la irrupción de partidos antisistema –y de algunas ONG que actúan como auténticos partidos políticos, agrego yo– que han encontrado en el ataque sistemático a las instituciones una forma de hacer política que da réditos electorales. Un juego peligroso al que, tanto en España como acá, también se suman los partidos llamados tradicionales.

El concepto de autoridad se asocia al de liderazgo, aunque no son equivalentes. El liderazgo siempre conlleva una autoridad, que puede materializarse en un poder político, jurídico o moral. Es la capacidad de influir en los demás para que den lo mejor de sí mismos.

La autoridad como tal no necesariamente la ostentan personas con liderazgo; y esa diferencia entre autoridad y liderazgo se ahonda por la tendencia a poner en puestos de responsabilidad a personas sin habilidades para liderar, como instrumento utilizado por quienes ostentan el poder para asegurarse la lealtad de sus colaboradores, los cuales, conscientes de estar ahí por designación personal, muestran acatamiento y hasta servilismo con sus benefactores. Esta práctica, como se indica en el libro, no es más que una suerte de clientelismo que, lamentablemente, se extiende a empresas privadas, órganos constitucionales y diversas administraciones.

Como lo podemos comprobar con diversos ejemplos, no hay liderazgo sin autoridad, pero sí puede haber autoridad sin liderazgo. Claro ejemplo de ello es la presidenta Boluarte, quien no puede desplazarse por algunos lugares del país por el serio peligro de ser agredida físicamente.

Como reflexiona Velilla, se debe impulsar una educación en valores democráticos, pero también en el respeto a la autoridad y el cumplimiento de las obligaciones. La autoridad puede ser imperfecta, pero es democrática y está sometida al imperio de la ley. El autoritarismo, de derecha o de izquierda, no puede ser una alternativa. “Hay que desconfiar de quien, con cantos de sirena, pretende hacernos creer que lo que hemos conquistado no sirve: su propuesta esconde un hambre de poder incontrolado. Solo la autoridad que emana de la ley puede salvarnos del caos”. No hay salvadores de la patria; dudemos de quien así se presenta.

Fuente: El Comercio – Natale Amprimo Plá es abogado constitucionalista.

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