“Nunca se quejaba, y agradecía a la Divina Providencia que la hubiese premiado con una familia tan numerosa”.
Dorita Lerner ha cumplido ochenta años. No ha podido celebrarlos como hubiera querido. Le hacía ilusión dar una fiesta en su casona de Miraflores. Por culpa del coronavirus, ha pasado su cumpleaños encerrada en su casa, sin poder salir, sin poder visitar la iglesia tan siquiera.
De niña, Dorita era la alumna más aventajada de su promoción en el colegio de monjas, la primera de la clase, la que mejor hablaba en inglés, la que no faltaba un solo día. Ganaba premios, medallas, diplomas. Era muy popular. Pero, sobre todo, era la niña más pía del colegio. Nadie rezaba con tanta devoción como ella.
Tal vez porque sentía que el Altísimo la protegía, Dorita no le tenía miedo a nada. Era pía y valiente, devota y arrojada. En su adolescencia, se entregó a dos pasiones, sin perjuicio de cultivar la fe religiosa: correr olas en colchoneta y montar a caballo en competencias de saltos ecuestres. Como su padre era un hacendado rico, Dorita podía darse el lujo de correr olas y montar a caballo después del colegio, y especialmente durante las vacaciones escolares. Su playa preferida era La Herradura. Ni siquiera los bañistas más intrépidos tenían el coraje de meterse tan mar adentro como Dorita, que sobrepasaba la rompiente y buscaba las olas chúcaras para bajarlas sonriendo, en colchoneta. Tampoco tenía miedo a los saltos ecuestres. Ya a los trece años, descollaba como una amazona grácil, osada, corajuda. Montando a horcajadas sobre uno de sus caballos, parecía que volaba, o que ella y el caballo eran un solo cuerpo viviente, perfectamente amalgamado.
Hasta que conoció a James Barclays, el gran amor de su vida. Dorita volvía a casa en el ómnibus del colegio, cuando advirtió, junto con sus amigas, que un muchacho fornido las perseguía en una moto ruidosa, haciendo piruetas y aspavientos. De pronto el joven perdió el control y cayó al pavimento. Dorita le pidió al chofer que se detuviese. Enseguida bajó del bus a toda prisa, corrió donde el joven accidentado, se arrodilló, lo tomó suavemente de la cabeza y, al tiempo que rezaba, lo ayudó a recuperar el conocimiento. Cuando James Barclays abrió los ojos y vio a esa jovencita bellísima socorriéndolo, se enamoró de ella hasta el fin de los tiempos, como si un rayo preñado de buenos augurios le hubiese caído providencialmente en la cabeza.
Se casaron muy jóvenes: James tenía veinticinco años y Dorita veinte. Pasaron la luna de miel en Buenos Aires y Bariloche, y luego prosiguieron celebrando el amor en la hacienda de los padres de Dorita, donde ella montaba a caballo, recorriendo los campos de manzanos, naranjos y mandarinos, acompañada de su esposo James, que, como ella, amaba la vida en el campo.
No tardaron en tener hijos. Ambos eran muy religiosos y pensaban que debían recibir todos los hijos que el Supremo Hacedor, en su infinita sabiduría, les concediese. Tuvieron diez hijos. Todos en sus familias asistían, maravillados, perplejos, asustados, a la incesante llegada de bebés Barclays Lerner.
Por fortuna vivían en una casa muy grande. Además, disponían de un personal doméstico que ayudaba a Dorita en el cuidado de sus hijos y la casona. La gran pasión de James Barclays eran las armas de fuego. Poseía un arsenal. Cada cierto tiempo, se iba a cazar animales. En los salones de su casa, había colgado las cabezas disecadas de algunos animales que él mismo había cazado: leones, tigres, pumas, venados. Dorita ya no tenía tiempo de correr olas ni de montar a caballo. Toda su vida giraba alrededor de su familia.
James Barclays se iba de safari con sus amigos. Dorita no los acompañaba. No tenía tiempo de viajar. Casi siempre estaba embarazada o acababa de dar a luz, y sus tareas como madre consumían su tiempo y sus energías. Pero nunca se quejaba, y agradecía a la Divina Providencia que la hubiese premiado con una familia tan numerosa. Si no estaba atendiendo a uno de sus hijos, se encontraba rezando en alguno de los jardines de su casa, donde había mandado construir pequeñas grutas en honor a ciertas vírgenes y ciertos santos a quienes adoraba sin desmayo.
Mientras Dorita sobrellevaba estoicamente sus embarazos y daba a luz en la misma clínica de Miraflores, James Barclays dedicaba sus mejores arrestos viriles no solo a amar a su esposa, sino a disparar en clubes de tiro, cazar animales y comprar armas de todo alcance y calibre: poseía pistolas y revólveres, fusiles y escopetas, cuchillos y navajas, granadas y morteros, ametralladoras y carabinas. Entretanto, Dorita se había afiliado a una cofradía religiosa, el Opus Dei. Cada cierto tiempo, se marchaba de retiro espiritual, o asistía a las charlas itinerantes de monseñor José María Escrivá de Balaguer, cuyos libros leía con estupor y temblores.
Dorita Lerner fue madre diez veces en veinte años y, por si fuera poco, perdió dos embarazos en aquellas dos décadas. Era la mujer que vivía embarazada. A los pocos meses de dar a luz, ya estaba de nuevo embarazada. Algunos en su familia se burlaban de ella, se reían de que estuviese casi siempre embarazada, veían con desdén su devoción religiosa, la llamaban La Beata, La Beatita. Pero Dorita ignoraba aquellas bromas crueles que hacían a sus expensas, y era feliz, infinitamente feliz, recibiendo a todos los hijos que, a sus ojos, Dios, su Padre Celestial, le había enviado, y estaba segura de que aquella era su misión en la vida, recibir a cuantos hijos la Providencia le concediese.
Poco después de cumplir setenta años, el esposo de Dorita, James Barclays, murió de cáncer. Dorita perdió al gran amor de su vida. Pero, en rigor, el gran amor de su vida, por encima de su esposo James, era Dios, Nuestro Señor, y por eso ella se repuso pronto de la honda tristeza que la afligió y no dudó de que su marido estaba ahora en un lugar mejor. Guardó luto tres meses, contrató a los mejores pintores para que hicieran retratos de su esposo fallecido y repartió las armas de su marido entre sus hijos.
Unos años después, el hermano de Dorita, Bobby Lerner, empresario minero, falleció de cáncer. Dorita lo acompañó al pie de su cama, lo ayudó a morir. En agradecimiento, Bobby dejó a Dorita, a quien llamaba La condesa de Miraflores, una parte de su fortuna. Dorita no cambió su estilo de vida: siguió viviendo en la casona de Miraflores, usando autos nada pretenciosos, visitando la iglesia del barrio, siendo atenta, generosa y maternal con su personal doméstico. Ahora Dorita tenía el tiempo y los recursos para dedicarse a la filantropía, a obras de caridad, a socorrer a los pobres. Nada la hacía más feliz que poner un pan y una sonrisa en la boca de una persona pobre, con hambre, desdichada.
El día en que Dorita cumplía ochenta años, su hijo mayor, Jimmy, la llamó por teléfono, le dijo cuánto la quería y le preguntó qué podía regalarle.
-No se te ocurra regalarme una joya o un reloj -le dijo Dorita, en tono risueño-. El mejor regalo que puedes hacerme es este: cuando levanten la cuarentena, me compras un pasaje en el vuelo que sale a las seis de la mañana y me invitas dos semanas a tu casa. ¡Pero no se te ocurra mandarme a un hotel! Quiero quedarme en tu casa. Quiero acompañarte todas las noches a ver tu programa en el estudio. ¿Crees que será posible?
Jimmy Barclays le ha prometido a su madre que, tan pronto como reabran el aeropuerto, le enviará el boleto aéreo, en el vuelo saliendo a las seis de la mañana. Enseguida le ha preguntado:
¿No tienes miedo al coronavirus, mamá?
-No, mi amor -ha dicho, imperturbable, la condesa de Miraflores-. Dios me llevará a su regazo cuando sea el momento de partir.
Escribe: Jaime Bayly – [email protected] / Perú21