Gobierna bajo una sombra que él mismo, y el sistema que lo ungió, proyectan sobre un país que necesita soluciones de seguridad ciudadana con desesperación.
Mientras el Perú se desangra, hemos cambiado por sétima vez de presidente. Pero, no nos equivoquemos: el ascenso de José Jerí a Palacio de Gobierno este 10 de octubre no se siente como ningún amanecer porque se trata del último acto de un contubernio político que se pudrió a la vista de todos. La brutal crisis de inseguridad ciudadana, con la extorsión asesinando al por mayor, hizo insostenible la permanencia de su inenarrable predecesora. El pacto bandido que la sostenía se quemó por el miedo en las calles, y de sus cenizas emerge un presidente que, lejos de traer certezas, encarna la duda en plena emergencia existencial.
El problema fundamental de José Jerí no es el futuro, es su pasado. Un pasado muy reciente que se resume en una cronología devastadora, un mapa del poder tan descarado que insulta.
Primer acto: En agosto de este año, apenas semanas después de que fuera elegido presidente del congreso, se archivó una gravísima denuncia por violación presentada contra Jerí en diciembre de 2024. El entonces fiscal supremo de familia a cargo, Tomás Aladino Gálvez, como si Jerí le pidiera el deseo al genio de la lámpara maravillosa del cuento que inspiró su nombre, la archivó. La firma no es la de un anónimo; es la de un personaje cuya propia carrera está marcada por una investigación por sus presuntos vínculos con la red criminal de los «Cuellos Blancos del Puerto», lo cual nunca importó a las fuerzas políticas del congreso hoy repudiadas por su cálculo y angurria depredadora.
Segundo acto: El tablero siguió moviéndose con una sincronía perfecta. El 25 de septiembre, la Junta Nacional de Justicia (JNJ), un organismo bajo intensa presión y manipulación por parte del mismo poder político que aupó a Jerí, ¡primero como presidente del Congreso y luego como presidente del Perú!, sancionó y removió a la entonces Fiscal de la Nación, Delia Espinoza.
Tercer acto: La pieza final encajó. Con la silla vacía, Tomás Aladino Gálvez, el mismo fiscal del archivo providencial, asumió la jefatura del Ministerio Público.
Cuando el fiscal que te absuelve es, a su vez, un hombre bajo sospecha, y luego es elevado a la cima del Ministerio Público justo después de tu primer ascenso, la absolución no limpia: contamina.
Y aquí es donde debemos ser implacables. Una cosa es presidir un Congreso ya quemado, acostumbrado al trueque rastrero y a la falta de pudor. Otra, muy distinta, es pretender encarnar la unidad y la dignidad de toda una nación. El estándar ético no es, no puede ser, el mismo.
Al hecho, ya de estudio internacional, de haber tenido siete presidentes en nueve años y al récord de haber visto a cuatro exmandatarios presos al mismo tiempo en Barbadillo, se suma ahora un presidente que fue denunciado por violación. Paradójicamente, un hecho moral imbatible en un país cuya estabilidad depende, desde 2016, de la elástica y arbitraria figura de la vacancia por incapacidad moral. El arma que usaron para devorarse entre ellos hoy se enfrenta a un caso que desnuda toda su hipocresía. Ironía en exceso.
Dejemos de lado la presunción de inocencia de Jerí, un derecho individual. Hablemos de un derecho colectivo superior: el de 33 millones de peruanos, y en especial de millones de mujeres en un país con cifras de terror sobre violencia sexual, a tener un gobernante cuya idoneidad, al menos en ese aspecto, sea incuestionable. Hay otro grave cuestionamiento que, siguiendo con la hipocresía política actual, podría motivar una vacancia por incapacidad moral, me explico: basándose en informes que alertaban sobre «impulsividad y conducta sexual patológica», antes de que la denuncia por violación pasara a la lámpara de Aladino, la fiscalía de Canta le ordenó a Jerí formalmente recibir terapia. Jerí, sin embargo, desobedeció este mandato, lo que provocó que la fiscal suprema Zoraida Ávalos le abriera una nueva investigación por el presunto delito de desobediencia a la autoridad.
José Jerí asume el poder no como una solución, sino como el síntoma final de la enfermedad: un presidente que llega al cargo con una mancha de origen, una duda original sobre cómo y por qué se despejó su camino. Gobierna bajo una sombra que él mismo, y el sistema que lo ungió, proyectan sobre un país que necesita soluciones de seguridad ciudadana con desesperación. Ejercer un cargo tan crucial y simbólico bajo tanta sombra no puede guiar a nadie fuera de la oscuridad mortal que estamos viviendo.
Fuente: La República – Rene Gastelumendi periodista