“La indiferencia nos convierte en ‘cómplices de las injusticias sociales y políticas que presenciamos”.
El Estado demente, irracional, prebendario y ahora al margen de las leyes internacionales, decidió jugarse a los dados su memoria republicana e incluso la virreinal. Es la única explicación que se me ocurre frente al hecho de que, en el mismo año en el que se celebra el bicentenario de la batalla de Ayacucho, no tengamos, hasta el momento, la menor idea sobre el destino del AGN. La debacle gubernativa, de la que todavía no toma consciencia la mandataria del chifa y la Inca Kola, se expresa de múltiples maneras y, a estas alturas del partido, resulta reiterativo además de doloroso regresar a una herida infectada que, si no curamos, derivará en mortal septicemia. Volviendo al tema de nuestra memoria colectiva –golpeada por una sucesión de eventos, entre ellos, la inocultable toma del poder estatal por la delincuencia organizada–, se me viene a la mente una reciente denuncia presentada por trabajadores del Congreso.
El acusado es Darwin Espinoza, uno de los más diestros operadores del Estado demente. La historia de este raquetero profesional, originario de Chimbote, donde aprendió todas las artimañas que en Lima llevó hasta los límites de lo imaginable, es sumamente iluminadora del deterioro político que viene carcomiendo a cada una de las instituciones del Perú. Porque Darwin no solo ordenó, recientemente, borrar la memoria de sus fechorías, ‘infectando’ con un virus su computadora, sino que, a cambio de un ministerio, puso los votos de su bancada a disposición del hoy preso Pedro Castillo, quien, no lo olvidemos, llegó desde Puña (Cajamarca) prometiendo refundar la historia republicana.
La carrera del congresista Espinoza habla de aquel ascenso social que Acción Popular prometió a los profesionales provincianos. Ello, sin embargo, ocurrió en los términos, duros y recios, de quien transformó un camino, en teoría de trabajo y servicio público, en un casino, donde la línea divisoria entre lo legal e ilegal ya no existe. Espinoza, cuya plataforma y trampolín a la política nacional fue el local chimbotano de Acción Popular del que se apoderó, creó, a lo largo de los años, el prestigio de operador político con bases propias que otros acciopopulistas, tan ambiciosos como él, requirieron. Si nos detenemos a observar a este personaje, que tiene mucho de prestidigitador, parlanchín, pero sobre todo de cínico y mentiroso patológico, entenderemos la matriz de la política peruana contemporánea que, con honrosas excepciones, funciona a escala nacional y subnacional. Con un elenco de sujetos que tratan de convencernos de que todos son unos rufianes y, por ello, no tienen ningún reparo en habitar, muy sueltos de huesos, en una realidad acondicionada a su beneficio personal.
Mientras los voluntariosos Darwines, Dignas, Reymundos, Rosellis, Waldemaros o Pasiones operan con destreza por los caminos del Estado demente, soñando incluso con ser senadores de la República, millones de peruanos viven entre la indignación y la indiferencia. Respecto a esta última es importante recordar que es la expresión de una desafección política que viene ocurriendo a lo largo del mundo. Por otro lado, estudios recientes señalan los efectos devastadores de la indiferencia para las relaciones humanas. En el ámbito político, la indiferencia se traduce en apatía, reduciendo la participación en procesos electorales y debilitando la administración pública. Por ello, los estudiosos del tema sostienen que la indiferencia nos convierte en “cómplices de las injusticias sociales y políticas que presenciamos”. Lo más grave del caso, y en ese sentido Freud comprendió su poder corrosivo, es que la indiferencia nos convierte en “extraños emocionales, desconectados de nuestras propias emociones y de las emociones de los demás”.
¿Existe alguna receta para sacarnos del marasmo, de esta falta de acción y agencia política, que nos está llevando a un callejón sin salida? Walt Whitman, que si se levantara de su tumba se horrorizaría con lo que ocurre en esa república que tanto amó y respetó, señalaba que algún día EE.UU. debería revaluar su modelo meramente materialista y entender que para que un Estado democrático sobreviva era necesario inyectarle atributos morales, además de sólidos valores cívicos. Más aún, el contacto con la naturaleza era vital en el nuevo orden humano que él vislumbraba. Así, Whitman intentó sembrar compromiso, pero también humanidad y belleza durante tiempos de crisis y oscuridad.
Fuente: El Comercio – Carmen McEvoy es Historiadora.