En la tradición del derecho constitucional comparado de Latinoamérica, los diversos países han venido resolviendo de manera acertada la tensión existente entre las potestades del poder constituido (el parlamento) y el poder constituyente (Convención o Asamblea Constituyente).
Esto se puede constatar en las constituciones de Colombia (artículo 376), la de Uruguay (Artículo 331) y la de Chile (artículo 130). En estos países, los parlamentos tienen potestades para legislar, fiscalizar, representar y realizar reformas parciales a las cartas magnas, pero la potestad de realizar cambios totales a sus constituciones es una facultad inherente al poder constituyente. Este poder instituido, como figura jurídica, existe en diversos países como Islandia y, de hecho, forma parte de la enseñanza elemental de los estudiantes de derecho.
El poder constituyente, emanado de la voluntad popular, es el hacedor de un contrato social, es el que delinea de una manera consensual o ampliamente mayoritaria cuáles son las reglas básicas de la convivencia y cuáles podrán modificarse (y de qué manera) en el futuro. En cambio, el poder constituido es el que aplica tales reglas, pudiendo innovar dentro del estricto marco establecido por aquel. Si un poder concentra ambas potestades, tarde o temprano creara las condiciones para una crisis política, como expresión de una ruptura del pacto social. Eso explica porque en el caso de EE.UU., el proceso de un cambio de su constitución no solo depende del Congreso Nacional, sino de sus estados federales conformantes, los que además tienen mecanismos de consulta ciudadana. En ese país, una reforma procede solamente por la aprobación de ambas cámaras del Congreso, así como también por las legislaturas de los 50 estados, es decir, debe existir un consenso generalizado y donde el parlamento no concentra el poder constituyente, sino tiene que compartirlo con sus estados conformantes.
Por ello, los países anteriormente mencionados (Colombia, Uruguay, Chile, Islandia, entre otros), que no tienen nada de comunistas, permiten en situaciones extremas realizar Asambleas o Convenciones Constituyentes, con el propósito de revisar sus contratos o pactos sociales. Para tal propósito, se requieren determinados requisitos que eviten el abuso de cualquier gobernante o mayoría ciudadana para recurrir al poder constituyente de un modo arbitrario o plebiscitario. Simultáneamente, el funcionamiento del poder constituido, es decir, el parlamento, no es interrumpido, discurre sin ningún traspié traumático y sin afectar el funcionamiento de la vida social y económica, tal como ocurre en estos días con Chile. Adicionalmente, poco a poco, esas cartas magnas han venido incorporando los derechos de participación ciudadana, rendición de cuentas y revocatoria de autoridades, enriqueciendo la democracia representativa, con mecanismos de democracia directa. El derecho al referéndum o plebiscito en diversos escalones del funcionamiento estatal, ha sido otro factor innovador.
En la dimensión constitucional participativa, la Constitución peruana de 1993, había sacado ventaja innovadora a esas cartas magnas señaladas, cuando incorporó esos derechos que, además, no estaban presentes en la anterior Constitución de 1979. Sin embargo, la carta magna peruana no había incorporado la figura de Asamblea constituyente. Ahora, con la ley reciente aprobada por el Congreso peruano, que supedita el referéndum a la voluntad de los parlamentarios, con el propósito, no solo de vetar la posibilidad de una Asamblea Constituyente, sino cualquier iniciativa de consulta popular, el Perú de un porrazo, se sitúa como uno de los países más atrasados en este ámbito, salvo que la observación de la ley por parte del presidente de la República obligue a una reflexión de la mayoría parlamentaria conservadora o después una demanda de inconstitucionalidad de esa ley, sea declarada fundada.
La cuestionable ley aprobada, ha modificado los artículos 40 y 44 de la Ley 26300, denominada “Ley de los Derechos de Participación y Control Ciudadano”. Incluso ahora, así se tratará de una demanda de reforma parcial o total, los peruanos no tenemos otra alternativa que esperar, con los brazos cruzados, que el Congreso decida una reforma, incluso aunque la iniciativa popular de referéndum esté respaldada por millones de firmas. Cualquier esfuerzo masivo en la sociedad para plantear un referéndum sobre diversos temas o una asamblea constituyente dependerá de una minoría de 130 representantes, con el latente peligro de caer en saco roto. De pronto, entonces, con una sola ley ordinaria, una mayoría de congresistas ha concentrado cinco potestades en el Congreso, cual tiranía parlamentaria: legislar, fiscalizar, representar, hacer reformas parciales a la constitución y también hacer las veces de poder constituyente. Es decir, se han autoproclamado poder constituido y poder constituyente, disolviendo la soberanía popular.
En lo que se refiere a la reforma del artículo 44, sobre qué autoridad debe convocar a un referéndum, el parlamento ha dispuesto una aberración jurídica. Ha decidido que sea el presidente de la República, quien convoque a un referéndum, pero siempre y cuando la reforma sea aprobada por el Congreso. Hasta ahora, de acuerdo a “Ley de los Derechos de Participación y Control Ciudadano”, quien hacia la convocatoria era la autoridad electoral; en este caso, el Jurado Nacional de Elecciones. Ahora todo el poder de una consulta popular depende de una mayoría parlamentaria.
La ley es abiertamente inconstitucional ya que el parlamento no puede aprobar una ley interpretativa que limita el derecho de los ciudadanos, cuando el cauce adecuado hubiera sido modificar los requisitos de un referéndum para hacer una reforma constitucional total o parcial. Se trata de una torpe decisión parlamentaria en vista que con una ley se busca una modificación de la Constitución, cuando el verdadero procedimiento es el de una reforma constitucional. De una manera tramposa se pretende añadir algo al artículo 32 de la Constitución para buscar otros propósitos. De este modo, si el Poder Ejecutivo lo decide, con argumentos muy elementales puede terminar por interponer una demanda ante el Tribunal Constitucional.
En el fondo, como acción política de un sector conservador del país, es una manera burocrática de intentar derrotar por las alturas lo que se debe hacerse en la sociedad para neutralizar a quienes recogen firmas para una asamblea constituyente. Los que se oponen a una reforma total de la carta magna vigente tienen todo el derecho a derrotar esta iniciativa, pero deben hacerlo en las calles, plazas, en los medios de comunicación y en el debate académico. A lo que no tienen derecho es a intentar interpretar la Constitución sin hacer una debida reforma, tal como también se hizo con la cuestión de confianza. Esa acción política es inconstitucional porque una ley no puede ir sobre la Constitución. No tienen derecho a pisotear el derecho al referéndum, que tiene carácter constitucional. Tampoco pueden pretender interpretar el artículo 206 de la Constitución de una manera unilateral, sin plantear un enfoque sistémico de una reforma, apelando a una racionalidad jurídica y política que permita un avance constitucional y no un retroceso descomunal que, de prosperar, nos pondría como uno de los países más conservadores en la región.
Sintomáticamente, como ha ocurrido con la inconstitucional ley que interpreta la Cuestión de Confianza y en otras normas, igualmente violatorias de la actual carta magna, los defensores la Constitución de 1993, hacen todos los esfuerzos por pisotearla, aumentando los factores de una crisis total del régimen político actual.
Escribe: Neptalí Carpio Soto – periodista