“En el Perú, urge refundar la democracia, y el respeto es uno de sus componentes insustituibles”.
En la política peruana se han popularizado los insultos: “terruco”, “facho”, “criminal”, “rojo” y sus respectivos y múltiples derivados, junto con las acusaciones sin evidencia. La campaña electoral será un reguero de afrentas esparcidas para descalificar y, de paso –lo más grave–, evitarse la discusión de propuestas y políticas.
El insulto como estrategia está en boga en buena parte del globo. A propósito del lenguaje de la política, el presidente y director ejecutivo de CNN, Mark Thompson, sostiene desde hace un tiempo que, “más que las flaquezas de uno u otro conjunto de actores, lo que yace en el fondo del problema es el lenguaje en sí. […] El lenguaje se ha reducido, está lleno de exageraciones […]. En muchos países, el discurso público y la manera en que los medios piensan sobre los políticos se ha tornado muy agresivo, personal y plagado de insultos” (Milenio, 9/12/2017).
Aquí se pretende justificar esta tendencia sosteniendo que “así habla la calle”, que a la gente “le gustan las cosas claras” y afirmaciones similares. No obstante, en la política, ese recurso, el del insulto, solo la envilece. La democracia se vuelve una mascarada, porque para serlo de verdad requiere tanto normas claras como un trato civilizado, sobre todo entre adversarios. Por eso no hay que dejar de criticar y batallar para que esas prácticas se desechen.
Hace unos días, el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han, al recibir el Premio de Comunicaciones y Humanidades de la Fundación Princesa de Asturias, lo subrayó con estas palabras: “No hay lazo social más fuerte que el respeto. Sin ‘moeurs’ (costumbres, modales), la democracia se vacía de contenido y se reduce a mero aparato. Incluso las elecciones degeneran en un ritual vacío cuando faltan estas virtudes”.
El Perú no es un ejemplo de democracia. Sin embargo, el riesgo es que, a punta de insultos y agravios, los candidatos, sus adláteres y ciertas coberturas mediáticas, incluso las digitales, hundan aún más lo que queda de ella. Esta práctica generalizada cuestiona los precarios valores compartidos en la sociedad. Legitima y alienta, con recursos tramposos, las falsas polarizaciones. El mal uso del lenguaje termina por criminalizar y excluir; y esto es muy peligroso porque para numerosas tareas nacionales se requieren consensos básicos –por ejemplo, para la apremiante lucha anticrimen–. En el Perú, urge refundar la democracia, y el respeto es uno de sus componentes insustituibles.
Fuente: El Comercio – Santiago Pedraglio es sociólogo.
