Por la coincidencia de tiempos, la salida de la ahora exministra Márquez abre la puerta a interpretaciones sugestivas.
Decíamos ayer en este Diario que el Gobierno debía observar la ley que busca colocar en la carrera pública magisterial a más de 14,000 docentes que fueron cesados en el año 2014 por no demostrar las competencias necesarias para seguir ejerciendo una labor que resulta medular para el desarrollo del Perú. Ello, puesto que “en la lucha por tener un mejor país no podemos ceder ni un centímetro ante quienes se encuentran legislando de espaldas a nuestros alumnos”.
Pues bien, no pasaron ni 24 horas para que la administración que encabeza Dina Boluarte nos regalara motivos para pensar que, en esta pugna, están dispuestos a ceder todo el terreno que sea necesario, aunque no sabemos aún si por afinidad con lo aprobado por 101 parlamentarios una semana atrás o para no incordiar a un Legislativo que puede desenvainar en cualquier momento la espada de la vacancia presidencial.
Ayer, en efecto, la jefa del Estado juramentó a seis ministros en las carteras de Justicia, Desarrollo Agrario y Riego, Trabajo y Promoción del Empleo, Producción, Transportes y Comunicaciones, y Educación. Algunos relevos ciertamente eran previsibles, como el de la ahora extitular del MIDAGRI, Nelly Paredes, sobre la que se había planteado una moción de interpelación en el Congreso por las contrataciones de algunos familiares de ella y de sus funcionarios en el ministerio. Otros, por el contrario, resultan sorpresivos, como es el caso de Paola Lazarte en el MTC. Pero, sin duda, el cambio que más llamó la atención fue el que corresponde a la cartera de Educación, no solo porque nada hacía prever que la ahora exministra Magnet Márquez sería removida, sino porque en los últimos días ella había sido la voz del Ejecutivo que se oponía con mayor claridad a la ofensiva lanzada por el Congreso contra la reforma educativa.
Márquez advirtió, por ejemplo, que el Gobierno del que hasta ayer formaba parte observaría la norma en cuestión y que, de ser necesario, acudirían hasta el Tribunal Constitucional para que esta no pasara. “Esa propuesta es un retroceso y, desde el Ministerio de Educación, vamos a defender la meritocracia, y pido el apoyo de la población porque todos debemos luchar por un país mejor, y eso se va a lograr a través de la educación”, había dicho apenas unos días antes de que el Parlamento aprobara este despropósito.
Uno que, como se ha explicado ya, permite que más de 14,000 docentes nombrados interinamente bajo la Ley del Profesorado de 1984 que fueron separados nueve años atrás por no haber conseguido el título pedagógico y no haber superado la evaluación correspondiente puedan ingresar a la carrera pública magisterial. Con ello, se quiebra el eje meritocrático de la reforma, desconociendo de paso el esfuerzo de cientos de miles de docentes que consiguieron o vienen tratando de conseguir una plaza en el sector bajo los requisitos estipulados por la normativa vigente y –lo peor de todo– afectando los intereses de millones de escolares a los que deberíamos garantizarles que sus maestros cuentan con las competencias necesarias para enseñarles.
Si hay una bandera por la que vale la pena luchar políticamente es justamente por las condiciones en las que estudian y se forman nuestros niños y adolescentes, un sector de la población que ya ha sufrido demasiados embates en los últimos años y que siempre aparece a la zaga de las prioridades de quienes nos gobiernan. Lamentablemente, en el Ejecutivo no parecen estar dispuestos a tomar este asunto con la gravedad que amerita (ya vimos antes cómo esta administración tampoco ha levantado la voz ante los misiles lanzados desde el Parlamento contra la reforma universitaria y la Sunedu). La factura, por supuesto, no la pagarán ellos, sino el país de los próximos años cuyos cimientos estamos colocando ahora.
Tal parece que el Congreso no es el único poder del Estado que trabaja de espaldas a los alumnos.
Fuente: Editorial El Comercio