La reunión con integrantes del colectivo La Resistencia contribuye a mellar aún más la imagen del sector Cultura.
En la noche del lunes, a través de un tuit, el Ministerio de Cultura (MINCUL) dio a conocer que funcionarios de su sector, entre los que se encontraba nada menos que el viceministro Juan Reátegui, habían celebrado una reunión con “integrantes de la asociación civil La Resistencia”. Esto, según se adujo, en el marco de una pretendida “política de puertas abiertas” y para atender las consultas del líder de dicho colectivo sobre presuntos ataques racistas en su contra. La cita ha causado una gran agitación, empezando por el propio ministerio. Y, la verdad, no es para menos.
Por más que traten de calificarla como tal, La Resistencia no es ninguna “asociación civil”. Es, en buena cuenta, un colectivo que ha hecho de la intolerancia su razón de ser, y del acoso contra periodistas y políticos que no piensan como ellos su manera de imponerse. Su existencia es la negación del pluralismo, de las nociones más básicas de convivencia y respeto y, por extensión, de los principios que sostienen la democracia, esa a la que el MINCUL alude cándidamente –en el mejor de los casos; aviesamente, en el peor– para justificar el cónclave.
Desatado el revuelo, el MINCUL difundió un comunicado con el que solo consiguió enredar aún más las cosas. “Si queremos un mejor país, el reto es dialogar con todos y todas, incluidos los que no piensan igual que nosotros”, afirmaron, obviando el pequeño detalle de que sus invitados fueron los mismos que intentan recurrentemente sabotear presentaciones de libros, los mismos que hacen llamados en las redes sociales para atacar a periodistas o se presentan con esa misma intención en las sedes de medios de prensa. Ellos no dialogan; gritan. Y en el Gobierno cometen un error grosero al validarlos como interlocutores.
En el Ejecutivo, por lo pronto, han intentado apagar el incendio removiendo al viceministro Reátegui. Pero da la sensación de que la pita se ha roto por el lado más débil. Más aún cuando ayer la titular de Cultura Leslie Urteaga no solo mostró su conformidad con la reunión (“creemos firmemente en el diálogo”, aseveró), sino que, según contó la directora del programa sectorial IV de la Dirección General de Ciudadanía Intercultural, Diana Álvarez, en su carta de renuncia, fue el despacho de la propia ministra el que autorizó el ingreso de los miembros de La Resistencia a las instalaciones del sector.
No es esta, por otro lado, la primera vez que la señora Urteaga o la cartera que lidera se encuentran en el ojo de la tormenta. En abril, su endose a la ley presentada en el Congreso para incrementar las cuotas de contenido cultural en los medios radiales y televisivos desató una honda preocupación por el hecho de que en el Ejecutivo no fueran capaces de detectar lo que a todas luces era una iniciativa contra los medios de prensa usando la cultura como envoltorio. Y no olvidemos los cambios registrados últimamente en el IRTP –adscrito al MINCUL– que arrojan serias dudas sobre la imparcialidad del canal y de la emisora radial del Estado.
Preocupa, asimismo, que desde hace mucho el MINCUL venga siendo noticia por los escándalos o las acciones de sus titulares, y no por la labor que está llamado a cumplir en un país bendecido con una cultura tan milenaria y diversa –aunque, al mismo tiempo, tan mal gestionada– como la nuestra. Recordemos que durante el gobierno de Pedro Castillo la cartera fue administrada, en un primer momento, por Ciro Gálvez, denunciado por negociación incompatible y recordado por sus arrebatos pistoleros, y luego por Alejandro Salas, que se dedicó a hacer de fiel escudero del entonces mandatario mientras el patrimonio cultural del país se caía, literalmente, a pedazos.
Así las cosas, los esfuerzos de esta gestión deberían enfocarse en resistir esta vorágine de desprestigio en la que parece haber caído el sector Cultura en los últimos años; no contribuir con ella, como viene haciendo al darle cabida a extremistas en sus instalaciones.
Fuente: Editorial El Comercio