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Anestesia general

La posibilidad de dormir a nuestras autoridades políticas no debería estar proscrita.

La intervención quirúrgica a la que, según todo indica, se sometió el año pasado la presidente Dina Boluarte invita a reflexiones de diversa naturaleza.

Por un lado, trae de regreso la imagen de mandataria más preocupada por los aderezos que por los asuntos de Estado que ella proyectó meses atrás a raíz del ‘Rolexgate’. Por otro, hace pensar en las motivaciones que podrían existir tras el afán de arreglarse específicamente la nariz: un apéndice cuyas dimensiones la literatura se ha encargado de asociar a las dificultades para decir la verdad. Y, por último, despierta también una cierta inquietud acerca de la oportunidad en que los ciudadanos somos notificados de las cosas que ocurren en las alturas del poder. Si algún funcionario de los tiempos en los que la señora visitó el quirófano no hubiese salido resentido del entorno palaciego, no nos habríamos enterado nunca del episodio.

Ninguna de esas preocupaciones, sin embargo, ha causado tanta conmoción como la que se vive en estos días en el Congreso y la fiscalía ante la posibilidad de que a la gobernante se le hubiese administrado anestesia general para proceder con la mentada operación. Es decir, que se la hubiese sumido en un sueño tan profundo que sus opinables capacidades para atender las urgencias propias de la posición que ocupa hubieran estado completamente desactivadas por tiempo indeterminado. De acuerdo con más de un jurisperito, nuestro sistema legal dicta que, al no tener vicepresidentes, la señora Boluarte tendría que haberle dejado encargadas las riendas del Ejecutivo al titular del Legislativo hasta recuperar la conciencia. Pero eso no sucedió, y ahora en el Hall de los Pasos Perdidos se habla de infracciones constitucionales; y, en el Ministerio Público, del presunto delito de abandono del cargo. Una situación que pone una vez más sobre el tapete el viejo tópico de la vacancia presidencial.

–Ruecas y manzanas–

Para ser sinceros, dudamos de que las iniciativas puestas en marcha con ese propósito prosperen. La ocasión, no obstante, resulta propicia para discutir la pertinencia de las disposiciones constitucionales que proscriben la inducción forzada al sueño de quien ostenta en nuestro país la jefatura del Estado o, ya que estamos en ello, de cualquiera de nuestras autoridades políticas. En principio, claro, uno tendería a alarmarse por la ausencia de una mente alerta a las necesidades de quienes habitamos esta hermosa tierra del sol. Pero una segunda consideración al problema podría llevarnos a una conclusión distinta.

Hace cerca de un mes, en una entrevista concedida mientras estaba de visita en nuestro país, el periodista y escritor argentino Andrés Oppenheimer opinó que el Perú crece de noche, “cuando los políticos duermen”. Una observación que podría parecer irónica, pero que encierra una gran verdad. Basta volver la mirada hacia las decisiones cotidianas de la presidente, sus ministros o los congresistas –la designación del actual directorio de Petro-Perú, la prolongación de los estados de emergencia como falso remedio al aumento de la criminalidad en Lima, la extensión de la vigencia del Reinfo– para comprobar que, en lo tocante a ellos, la vigilia no es un estado que nos favorezca.

¡Cuánto mejor estaríamos si, como en los cuentos de hadas, el pinchazo de una rueca embrujada o el mordisco a una manzana tóxica (provista quizás por Qali Warma) los pudiera empujar sin transiciones a una fase REM de duración incierta! El único sueño de los justos posible entre nosotros, en realidad, sería a través de una anestesia general entre los que rigen nuestros azarosos destinos… Al pobre doctor Mario Cabani se lo quiere interrogar en estos días con aspereza, pero en lo que a nosotros concierne, deberían darle la Orden del Sol.

Fuente: El Comercio – Mario Ghibellini es periodista / Ilustración: Víctor Aguilar Rúa

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