“¿Qué nos impide pensar que el Perú no va camino de elegir a su radical? ¿A qué grado debe escalar la insatisfacción con el sistema y cuánto más podrá la clase política ignorarla?”.
Muchos en Argentina y en la región califican como “sorpresiva” la victoria de Javier Milei –candidato a presidente por La Libertad Avanza– en las primarias presidenciales llevadas a cabo el fin de semana. Hay cierto aire de superioridad o miopía en esa afirmación. ¿Cómo es posible que un loquillo, despeinado, altisonante, antisistema, negacionista, al que los medios tomaban como bufón para escuchar sus excentricidades, esté a punto de convertirse en presidente?, se preguntan.
Si bien el populismo es una marca registrada de la política latinoamericana, hoy –con esa tradición como base– se construyen novedosos y temidos líderes carismáticos que, con el aplauso de sus votantes –decepcionados de un Estado ineficiente y una clase política corrupta–, están dispuestos a romperlo todo y crear un nuevo orden a costa de dañar la democracia, el marco legal e inclusive sus propios derechos. Es el caso del popular presidente Nayib Bukele en El Salvador y del candidato Javier Milei en Argentina. ¿Cómo desde sus propias ideologías conectan con sus electores de manera tan fervorosa?
Estos nuevos líderes tienen una lectura clara de las demandas sociales y sus nichos electorales, ya sea utilizando herramientas de ‘social listening’ –como lo hizo Bukele para subirse al coche de la “mano dura”– o de forma tradicional. Ejercen un monitoreo constante de la realidad que los alejan de los políticos tradicionales y aburguesados que, sentados en sus escritorios, teorizan sobre el país para plasmar planes de gobierno que jamás llevan a cabo o, peor aún, que fueron elegidos por voto popular, pero viven de espaldas a los ciudadanos buscando beneficios propios o de grupos de interés.
Quienes están dispuestos a “romperlo todo” no tienen filtros, dicen llamar a las cosas por su nombre, sin eufemismos, ni respetos ni tolerancia, incluso apelando a discursos violentos. De esa manera, asumen –según dicta su estrategia– la voz de los que no pueden expresar sus frustraciones diarias y están hartos de la inflación, la inseguridad ciudadana, la falta de trabajo, etc. Usan un tono absolutista y un discurso polarizante, de medias verdades y manipulador que termina dominando la esfera pública y digital. Bajo esta lógica, ser de centro es ser pecho frío.
Tienen un mapa claro de quiénes son los enemigos del pueblo. Básicamente, todos los que no están de acuerdo con sus propuestas o con la idea de país que quieren crear bajo sus premisas. La primera baja será la clase política –merecidamente–, luego vendrán los medios de comunicación, la clase empresarial –cuando adviertan sobre cómo algunas propuestas dañan la economía y las inversiones– y, si se cruzan en su camino, le tocará al sistema judicial, los órganos electorales e incluso a las organizaciones internacionales, más aún si son las que velan por los derechos humanos.
Quieren romperlo todo porque “nada ha servido” y “todo es corrupto”. Y en esa visión maniquea y autoritaria buscan ignorar los términos de contratos, “interpretar” la Constitución a su favor, omitir el debido proceso en un Estado de derecho, como lo hace a diario el gobierno de Bukele, o simplemente eliminar instituciones, como ha prometido Milei que hará con el Banco Central de Reserva de Argentina.
¿Qué nos impide pensar que el Perú no va camino de elegir a su radical? ¿A qué grado debe escalar la insatisfacción con el sistema y cuánto más podrá la clase política ignorarla? ¿O la “sorpresiva” elección de Pedro Castillo en el 2021 no fue suficiente?
Fuente: El Comercio – Mabel Huertas periodista