No puede admitirse que se reduzca la rentabilidad popular y se afecte la capacidad de millones de ciudadanos de progresar o mejorar su valor de mercado, a cambio de una insuficiente pensión futura y utilidades millonarias de cuatro empresas.
No es falta de racionalidad lo que lleva a las personas a no ahorrar en un sistema previsional. Por el contrario, es resultado de una cabal interpretación de la realidad y responde a una mejor decisión de mercado. No estamos ante “sesgos cognitivos” que llevan a la gente a no pensar en el futuro. Lo que hay es un cálculo perfectamente racional respecto de qué es lo que más le conviene a cada quien.
Las personas de menores recursos, en particular, pero todas en general, invierten a lo largo de su vida en sinfín de activos. Y en los sectores más bajos, un elemento de inversión sustantivo pasa por la educación, la salud y crecientemente en activos inmobiliarios.
Está probado económicamente que invertir en esos factores capitaliza enormemente a las familias que lo hacen, aumenta su “valor” y asegura de mejor manera el dinero que se necesitará cuando paulatinamente las personas alcancen la edad de jubilación. Invertir en la educación y salud pondrá a una familia en mucho mejor pie para afrontar la etapa de la vida en que las capacidades productivas de alguno de sus miembros empiecen a decaer. Y llegar a adquirir algún activo inmobiliario sin duda abaratará los costos cuando ya los ingresos naturalmente decaen. No hace falta tener una maestría o un doctorado en economía para entenderlo.
Pues bien, todas esas posibilidades de inversión en capital humano y físico son afectadas por la obligatoriedad de aporte que hoy existe, sea al sistema privado o al sistema público. Por mayores que sean las rentabilidades que nos ofrezcan las AFP por nuestros aportes, nunca alcanzarán siquiera una centésima parte de la rentabilidad que nos brindará tener mejor educación, buena salud o adquirir patrimonio inmobiliario.
El sistema privado es un inmenso sifón que traslada esos cientos de miles de rentabilidades familiares, las reduce, y les genera millonarias utilidades a los propietarios de las AFP, quienes tienen entre manos un gigantesco y sencillo negocio, porque tienen un mercado cautivo, creciente y asegurado.
También se debe plantear la eliminación de la obligatoriedad contributiva al sistema público (ONP) y que ambos aportes −público y privado− se reintegren al sueldo de las personas. Que el Estado garantice pensiones a los pobres (eso ya funciona con Pensión 65); que el resto aporte a un sistema de cuentas individuales en base a un porcentaje del IGV que se paga (una propuesta interesante del economista mexicano Santiago Levy; véase también la elaboración de Lampadia), lo cual lo haría universal, voluntario y además ayudaría a la formalización; y si a alguien le sobran rentabilidades y quiere tener una pensión más abultada, pues que contribuya voluntariamente a un sistema privado como el actual.
No tiene ni pies ni cabeza el sistema tal cual está concebido en este momento. En ese sentido, que se diga que el sistema privado es mejor que el público es un argumento demagógico porque oculta que ninguno de los dos es bueno. No puede admitirse que se reduzca la rentabilidad popular y se afecte la capacidad de millones de ciudadanos de progresar o mejorar su valor de mercado, a cambio de una insuficiente pensión futura y utilidades millonarias de cuatro empresas.
No puede admitirse que se afecte la capacidad de millones de ciudadanos de progresar o mejorar su valor de mercado, a cambio de una insuficiente pensión futura y utilidades millonarias de cuatro empresas.
La del estribo:
maravillosa la serie de micro documentales (alrededor de dos minutos de duración cada uno) que, sobre el Antiguo Perú y la cosmovisión andina, nos está brindando el Museo Larco. Los pueden ver en sus redes sociales: en Twitter, @MuseoLarco, en Facebook, Museo Larco o en Instagram, museo Larco.
Escribe: Juan Carlos Tafur – La República